lunes, 24 de octubre de 2016

Un paraíso en medio del desierto (8/Mayo - 18/Mayo)


(éste capítulo es continuación inmediata del anterior, que puedes encontrar dando click aquí)

Tras separarme de mi guía (a quien aún oigo renegar mientras se aleja) y dejar atrás las pinturas de La Cueva del Ratón, me toca descender por la cuesta que tanto trabajo me costó ascender ayer. Mi mente se emociona al pensar en ello, pero le digo que se tranquilice, que primero debe sacarme entero de aquí.

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Echo un último vistazo a la mística Sierra de San Francisco, donde los cirios reaparecen a pesar de no estar ya en el valle que lleva su nombre.

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Después de una hora de terracería zigzagueando por el intimidante cañón, aparece el llano al cual me dirijo. La vista como de maqueta me recuerda que cheque mis frenos, una caída en éste lugar pudiera acabar no sólo en el pavimento.

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Comienza la bajada. Mi bici y yo alcanzamos los 60 km/h en cuestión de segundos, las curvas cerradas que le sacan la vuelta a los voladeros nos hacen frenar, usando la técnica de apretar freno al máximo, después soltar, después apretar de nuevo, y así sucesivamente, con la intención de evitar el sobrecalentamiento de las gomas de los frenos y del rin. Esto no evita que haya un ligero olor a quemado en el aire, pero al menos reduce el riesgo de algo peor. En media hora estoy en la base de lo que ayer me tomó más de 4 horas subir, y de vuelta en la carretera Transpeninsular, el avance se vuelve menos aventuroso. Saludo por tercera vez a la pareja del restaurante en el cual dormí hace algunas noches, les digo que ésta vez sí voy al sur, y un par de horas después, llego a San Ignacio, donde se encuentra la famosa Casa del Ciclista, un lugar de hospedaje para gente que viaja en bici, y donde se han quedado muchos viajeros de los que sigo vía internet.

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Tras saludar a Othón y su familia, que son quienes operan el lugar (ponen el patio de su casa como zona de acampar y hay lavadora, baños e internet) me lanzo a explorar la ciudad. San Ignacio es uno de los varios oasis que hay en Baja California Sur. Literalmente, hay agua en medio del desierto, así con palmeritas y todo. Hay 171 oasis en todo el estado, y aunque la mayoría son de algunos metros cuadrados, hay otros que dan vida a varios kilómetros de superficie (como Mulegé, La Purísima, San José del Cabo, y Todos Santos)

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Por eso es lógico que estos lugares hayan sido habitados desde que llegaron los primeros grupos humanos a la península. Y también, que los europeos se los quitaran a los indígenas cuando les tocó el turno. Hay prácticamente una Misión en cada oasis, construcciones que datan de los 1800 y que en su época fueron el centro políticoeconómicoreligiososocialmilitar de la zona que les tocaba a cada uno.

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San Ignacio es sinónimo de palmas. Las hay por todos lados, de todos tamaños. Andando por sus calles no pareciera que uno acaba de salir de una zona donde hasta la vegetación tiene armas para defenderse.

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Según me contaron sus habitantes, en la historia reciente de San Ignacio ha habido tres incendios. El último incendio fue en 2012, sin embargo aún hay vestigios muy notorios, que me ayudan a imaginarme mejor las horribles historias que me cuentan los sanignacinos (no sé si así se llamen en verdad) de cómo veían avanzar el fuego hacia sus casas, de que la gente hacía lo posible por mantenerlo a raya de sus terrenos, pero que en cuanto una flama tocaba sus hogares, ya sólo quedaba huir. Tomó tres días controlar el fuego, porque la palma, aunque apagada por fuera, quedaba en brazas por dentro, y era cuestión de un soplo de viento para que la llama ardiera de nuevo y con ella todo a su alrededor. En la foto anterior no es tan notorio, pero la mayoría de las palmeras están negras del tronco. Esta foto lo muestra mejor:

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En San Ignacio además me mordió un perro por primera vez. Andando en bici he sido perseguido por una infinidad de perros, de todos los tamaños y colores. Mi reacción es decirles lo lindos que son y tirarles besitos, más para calmarme yo que a ellos, y he salido ileso de perros de considerable tamaño. Pero aquí vine a ser mordido por un chucho pequeño y peludo que se enojó porque pasé frente a su casa. Al ver que la herida no era grande, sólo les pregunté a los vecinos si sabían que estuviera enfermo o algo, pero como me dijeron que así es siempre con los desconocidos, me encomendé a dios de que no fuera a necesitar más que un poco de agua y jabón.

Y después de dos noches en San Ignacio continúo mi camino a mi siguiente destino: Santa Rosalía, en la costa del Mar de Cortés. A partir de aquí las temperaturas se sienten más altas, mucho más que en el lado del Pacífico (en Guerrero Negro usaba manga larga por la noche) y los 80 km que creí serían sencillos no lo son tanto por el calor y porque para llegar a Santa Rosalía hay que pasar por el volcán Tres Vírgenes y después una sierrita, para después bajar a la costa.

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En el camino me rebasa un motociclista quien después se detiene y me ofrece una botella de agua. Es un español, que tiene tres meses viajando desde Nueva York. Nos ponemos de acuerdo para vernos en Santa Rosalía, a donde él llegará en media hora, y yo en cuatro…Me ofrece otra botella de agua que yo rechazo, diciéndole que él la puede necesitar. ¿Su respuesta? “Yo no tomo agua. Me echo un café por la mañana, cervezas en la noche, y durante el día…” Abre su chaqueta y de la bolsa saca un contenedor metálico con whiskey. Visto así las cosas, yo agarro la botella sin remordimiento.

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Después de las predichas horas, aparece de nuevo frente a mis ojos el Mar de Cortés, y llego a Santa Rosalía. Hace calor, tengo hambre, y el español no aparece por ningún lado. ¿Qué sé de éste lugar? Que tiene construcciones tipo villa francesa, que la catedral la hizo Gustave Eiffel, que hay una mina que tira mierda al mar (la vi al entrar), y que la gente de Baja California dice que aquí abundan los gays. Aún no sé dónde pasaré la noche, pero todavía quedan varias horas de sol, así que me estaciono para comer en una esquina que huele rico.

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Edificio del Ayuntamiento de Santa Rosalía.

Mientras Rebeca prepara la tonelada de burritos que le pedí, ella no para de hacerme preguntas. Se entera que planeo acampar en la playa pero me advierte de los malandrines y de los policías, y me dice que ella tiene un amigo que pudiera tener un espacio. Le llama y el amigo anda cerca. Mientras llega, me cuenta que hace unas horas llegó un hombre en una moto cargada, que sólo comió y se fue. Probablemente era el español, no vi otros motociclistas ese día. El amigo llega, Rebeca le explica la situación, y Juan acepta hospedarme.

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Catedral de Santa Rosalía, la que fue construida por Eiffel.

Aprovecho mi tiempo en ésta ciudad para conocerla, visitar la biblioteca para leer más sobre las pinturas rupestres que he visto, y convivir con mi huésped Juan, un hombre de unos 50 años a quienes todos conocen en la ciudad por su característico sombrero de vietnamita. La iglesia de la foto de arriba la trajeron desde Bruselas, y la construyó Gustave Eiffel, el mismo de la famosísima torre en París. En la tarde vuelvo al lugar de Rebeca, donde un maestro me cuenta que anoche vio a dos gringos acampando en la playa y parecían traer bicicletas.

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"El Boleo", la panadería más famosa de la ciudad.

Después de dos noches sigo mi camino, rumbo a Mulegé. Son sólo 60 km así que me confío y empiezo a pedalear tarde. De nuevo estoy pedaleando bajo las peores horas de calor. Cuando llego a Mulegé me encuentro a otro individuo con una bicicleta llena de cosas, debe ser uno de los gringos que me mencionaron. Lo saludo y se presenta como Fede, de Italia, y debe tener unos 25 de edad. Su plan es avanzar un poco más, hasta una playa llamada Santispak, de la cual sólo sabe que está bonita y se puede acampar. Pedaleamos por 20 km más, y justo después de una subida donde sudé un litro, se abre frente a nosotros la vista de una de las playas más bonitas que he visto en mi vida. Para hacerlo aún mejor, el último kilómetro es puro descenso, el cual hacemos a máxima velocidad y entre gritos de celebración, escoltados desde atrás por un amable extraño que prendió sus intermitentes y nos saludó cuando nos desviamos hacia la playa. Mis ojos no bastan para capturar tanta belleza. Mi sonrisa no alcanza a expresar lo feliz que estoy.

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En ésta playa, llamada Santispak, hacemos equipo con una pareja, Pascal de Suiza, Petra de República Checa, y su compañera canina, Fina. Ellos viajan en una casa remolcada por una troca que adquirieron en California, Fede y yo ponemos nuestras casas de acampar a unos metros de la de ellos. El agua es color turquesa, el fondo se ve hasta los 3 metros de profundidad, y no hay rastro de olas. Hasta la temperatura me parece perfecta.

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Santispak es parte de una serie de playas que conforman a Bahía Concepción, un brazo de tierra que sale y se curvea, reduciendo la marea ya de por sí tranquila del Mar de Cortés. Es un paraíso para nadar, el snorkel y el kayak.

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La mañana siguiente me despierto excepcionalmente temprano. Mi reloj indica las 5:30 am, ¿qué negocio tengo despierto a ésta hora? De todos modos salgo de mi casa de acampar, y descubro por qué. Quienes están más o menos familiarizados con mis relatos de viaje, recordarán que abundan imágenes de atardeceres. Es fácil ver un atardecer. Pero para ver amaneceres, hay que madrugar o no haberse dormido. Ésta vez, presencié una imagen, que espero recordar hasta mi último segundo de vida.

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Con la luz del sol llega la hora de explorar. Tras el café y desayuno con mi nuevo grupo de amigos, me meto al agua y descubro que hay conchas, y no están huecas.

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Foto de Petra Supkova.

Vuelvo con el botín, y ahora somos cuatro los que andamos recolectando almejas. En menos de una hora, hay dos cubetas llenas de almeja reina, chocolata, y pata de mula.

6471 El italiano expresa que con esto, ya no tiene motivo para irse de éste lugar. Pascal, pescador y marinero experimentado, saca tres cañas de pescar y nos montamos a los kayaks.

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Foto de Petra Supkova.

Y así inicia lo que se convertiría en rutina de los próximos días: echar los kayaks al agua, y no volver hasta que algo haya picado el anzuelo. Lo cual tampoco era demasiado difícil, era cuestión de un poco de paciencia, y algo caía. A mí esto parece estarme gustando, según veo en la foto que me tomó Petra.

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Foto de Petra Supkova.

Fina tampoco se aburre. Ahora tiene cuatro humanos con los que puede jugar, la playa es para ella sola, y se divierte intentando atrapar los pececitos que nadan en la orilla.

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A Pascal no le bastan los peces que estamos sacando. Él está, específicamente, a la búsqueda de un peje gallo, o pez gallo. Así que contrata a Chicho, un pescador local, para que nos lleve más adentro.

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Foto de Petra Supkova.

Y sí pican dos peje gallos, aunque Pascal no está conforme con su tamaño. También salen otros dos cochitos, y presumiré que yo saqué el más grande. Con esto y las almejas, hay suficiente comida para dos días.

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Los días pasan y cada día por la mañana alguien pregunta si hoy es el día de irnos, pero la falta de respuesta de los demás se toma por negativa. Empieza a tomar forma una nueva tribu, una mini comunidad multilingüe donde al perro se le habla en checo, y entre los humanos se habla una mezcla de alemán suizo, inglés, español, e italiano, según se preste la situación.

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También salen recetas muy interesantes. Habiendo dos hábiles cocineros de dos países distintos (ninguno de ellos soy yo) las cenas son una mezcla de comida mediterránea con échale-lo-que-hay.

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El octavo día decidimos que es hora de partir. Fede graba en la palapa lo que según él es el símbolo de la que ahora llama “La Tribu de la Concha”. Le toma horas terminarlo y Pascal le dice que parece todo menos una concha. Esto por supuesto no agrada a Fede, mucho menos porque mencionó haber quedado tan satisfecho con su obra que estaba considerando hacerlo su primer tatuaje (información al respecto más adelante).

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Se despide así la Tribu de la Concha, con promesas mutuas de volvernos a ver en algún punto más delante de la península. Y así, llega a su fin la semana en la que menos he pedaleado desde que salí de casa. Oh, y ahora estoy estrenando un nuevo bronceado, como dos tonos más oscuros de lo que ya estaba…

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