lunes, 9 de mayo de 2016

Las Pintas, o "Mi encuentro conmigo en el Valle de los Cirios" (13/Abril - 15/Abril)

(éste capítulo es la inmediata continuación del anterior, que puedes leer aquí)

El camino no es fácil, y mi pobre bici y mi trasero hacen equipo para reclamarme por traerlos rebote y rebote.

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Pero entre más me adentro, aparecen paisajes más extraños. Me siento como un monito dentro de una maqueta.

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Subo y bajo, entre unas plantas chaparritas que parecen una alfombra roja extendida para la ocasión.

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De pronto el paisaje cambia. Aparecen cardones (primos bajacalifornianos de los sahuaros) y cirios alternadamente, incluso mosquitos empiezan a volar en mi cara, haciendo más difícil el maniobrar decidiendo entre cual piedra me hará brincar menos.

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Tras casi cuatro horas de terracería, a lo lejos aparece una abertura en el suelo y lo que parece una serie de casitas. El velocímetro marca los 30 km recorridos desde la desviación, así que debe ser el ejido.

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Y a la derecha, el rancho frente al cual tengo entendido está la desviación hacia Las Pintas, El Malbar (en los mapas aparece con V, Malvar). Aunque se ve abandonado, decido probar y digo ‘buenas tardes’ en voz alta.

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Pero nadie contesta. Decido entonces dirigirme al ejido y ver si hay alguien que me pueda dar más información sobre Las Pintas, de las cuales sólo tengo la ubicación en el Google maps en mi celular, pero no una ruta para llegar. Avanzo unos kilómetros y llego al ejido Abelardo L. Rodríguez. La condición de las construcciones me hace pensar que tal vez tampoco estén habitadas...

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Y aunque no parecen muy acondicionadas para vivir en ellas permanentemente, las considero como posible refugio para mí, cuando llegue el momento más tarde.

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También hay una escuela primaria federal. Dos aulas, que si yo fuera niño local no se me antojaría ni tantito ir a clases ahí.

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Incluso hay un cráneo. Mientras me acerco para verlo, mi imaginación, que desde hace rato ya está muy ocupada, me envía la mala broma de decir ‘¿imagínate que fuera humano?’. Le respondo que no me parece gracioso en absoluto. Afortunadamente (creo) resulta ser de algún animal, probablemente un bovino pequeño.

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Para sumarle a lo extraño del lugar, hay un...¿baño? Aunque yo ya había hecho mis asuntos en la mañana, me acerco y sí, hay una letrina aquí, al aire libre, a unos metros del camino. Por supuesto que levanto la tapa, el gato no es el único que ha muerto por curiosidad. Tiene hoyo y todo, aunque no despide olores, lo cual me hace pensar que lleva tiempo sin ser usada. Menos mal. ¿O menos bien?

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Una construcción llama mi atención. Esta pintada y, a diferencia de las demás, sus paredes parecen estar completas. Camino hacia ella y noto también un cerco en buen estado.

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Además de figuras en el suelo hechas con piedras, que me recuerdan a las de Nazca, en Perú.

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Me acerco, pero no tanto. Un letrero me advierte que mantenga distancia.

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Al igual que en el Malbar, digo ‘buenas tardes’ en voz alta, pero también, nadie responde. Ni siquiera sale el perro bravo del letrero. Durante unos minutos miro a mi alrededor, analizo mi situación y me doy cuenta de que estoy en lo que pudiera ser un pueblo fantasma, abandonado a su suerte por sus previos habitantes. Y no he visto ningún vehículo desde que tomé la desviación. Me invade un sentimiento extraño, una mezcla de colores rojos y cafés, algo como emoción, intriga, felicidad. Pienso en las decenas de historias de terror/suspenso que he leído y las películas/series post apocalípticas que he visto y en cuán perfecto es este escenario para muchas de ellas. Pienso en que nunca había tenido un pueblo para mí solo y me divierte la idea de poder elegir la casa que quiera para pasar la noche. Hago un altavoz con mis manos, levanto la cara hacia el cielo y grito un largo ‘HOOOOOOOOOOOOOLAAAAAAAAAAAAAA’, dirigido a nadie en particular. Al bajar la vista, a lo lejos, aparece una flaca y alargada silueta humana...


Vaya cúmulo repentino de emociones. Primero el creerme solo en este lugar, después ver aparecer esta figura, caminando hacia mi con su sombrero de ala ancha, como de vietnamita. Lo mejor que se me ocurre hacer es tomar dos naranjas, una para mí y una para él, y acercarme.  Se me ocurre que el ofrecer comida al saludar tal vez sea signo de que vengo en paz. ¡Buenas tardes!, le digo, mientras pienso que si esta vez no recibo respuesta, algo debe de estar mal conmigo.

Pero afortunadamente sí me responde. Nos damos la mano, le ofrezco la naranja, y le digo el motivo de mi presencia en ese lugar y el medio de transporte que utilizo. Mientras cada uno come su respectiva naranja me dice que sí, que las pinturas están cerca y que él conoce la ruta, y me confirma que la casa del anuncio del perro es la suya. Detrás de él empiezan a llegar unos 50 chivos y borregos, quienes solitos se dirigen al corral que yo antes vi vacío. A sugerencia de él, nosotros también nos dirigimos a la casa.

Entramos al porche y se quita el sombrero. Aparece un rostro blanco pero tostado por el sol, rapado y de barba sorprendentemente arreglada. Viste un pantalón de mezclilla y una playera. Me sorprende también lo joven que se ve, ¿unos 40 años? No es la edad que esperaría de alguien que vive solo, en medio de la nada. Le acompaña Vaquera quien, al contrario del letrero, no es para nada brava y huele mis piernas con interés, como averiguando de dónde vengo, y después me saluda con sus dos patas delanteras y moviendo la cola. Yo le respondo moviendo la mía.

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El hombre me pregunta si me gusta el caldo de pollo. Yo le digo que amo los caldos. En poco tiempo estamos dentro de su casa, compartiendo mesa, comida y conversación, y ni siquiera hemos intercambiado nuestros nombres. De todos modos no hay nadie más a quién dirigirse en este pueblo ya no tan fantasma, así que pasamos a lo que sí importa: platicar, platicar y platicar. Ya noche me ofrece un cuarto y él ocupa un camper, y nos deseamos buenas noches tras, ahora sí, revelar nuestros respectivos nombres.

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Antonio me platica más cosas de las que puedo contar en este relato. Para que te formes una imagen de él (porque no le tomé foto), es lo que en inglés llamarían un “O. G.”, un old gangsta. “Pero no soy un cholo cualquiera”, dice él mismo. Tiene 47 años y es descendiente de las personas que fundaron la moderna Baja California, lo cual explica su aspecto físico. Le gusta leer historia y revistas de divulgación científica, de las cuales tiene una amplia colección. Es actualmente el único habitante permanente del ejido Abelardo L. Rodríguez, ya que sus vecinos se fueron a El Rosario “a ver televisión”, según me cuenta él, mitad en broma mitad en serio.

Entre más hablamos me doy cuenta y medio me divierte y medio me asusta la similitud física y de ideas que tengo con este personaje. Delgado, alto, rapado y barba, aunque él es blanco. De poco apego a lo material, sin hijos ni pareja pero sí con perra que le ladre, habla en tono burlón de quienes han cambiado una vida austera pero tranquila por la agitada carrera tras el dinero y el arrullo del televisor encendido. Maneja el inglés por sus años en los Yunáired Stéits pero desprecia al gringo por expoliar la tierra de la cual él no se siente dueño sino parte. Sin credo religioso aparente, su pantorrilla derecha revela un tatuaje con símbolos de los nativos californianos, y me muestra dentro de un libro que habla de pinturas rupestres de las Californias cuál es el próximo que se quiere hacer. Le habla a los animales con quienes convive, imitando a su manera los sonidos que ellos hacen. “Memé” a los borregos. “Cuacuá” a la parejita de patos. “Ka-ká” al cuervo que aterriza de pronto y que Antonio dice que a veces viene a visitarlo (a mi me llama la atención que es el único al que he visto y vería en mis días en este lugar). Antonio junta su frente con la del mayor de los chivos y juegan a empujarse, y por supuesto que el chivo gana. Cuando se separan, el chivo golpea el aire con su pata delantera y se pone en posición de nuevo. Parece que disfruta éste juego en el que siempre vence.

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Yo despierto a las 6:30 am y Antonio entra a la casa con finta de que lleva rato despierto y activo, lo cual contrasta con mi voz aún ronca y ojos a medio abrir. Desayunamos y me da instrucciones para llegar a Las Pintas, dice que le gustaría ir pero sus animales requieren de su atención. Diario debe sacar a los chivos y borregos al monte para que coman, y no comen poco. “Al cabo casi no hay pierde”, me dice. “Casi”, repito yo. Me cargo con dos litros de agua, dos naranjas, y monto la bici, a la cual he liberado del equipaje. Por fin ha llegado el momento de ver las al parecer no tan famosas pinturas rupestres.

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El camino inicia fácil, pedaleable y bien definido.

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Pero no tarda mucho en complicarse. Empiezo a consultar el mapa para seguir el camino más directo posible.

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Y el desierto decide darle un poco de sabor a la búsqueda.

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Afortunadamente no atraviesa ni mis zapatos ni los de mi bici, aunque casi lo hace. Cerca de aquí decido acostar a Libélula bajo una sombra y continuar mi búsqueda a pie. Y qué bueno, porque paso las siguientes dos horas subiendo y bajando cerros, zigzagueando entre variedad de paisajes del desierto.

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Y saludando a sus habitantes.

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Y a una lata de cerveza, que vaya dios a saber cómo mierdas llegó aquí. Pocas cosas arruinan un momento tan especial, tan en contacto con la naturaleza, donde uno se cree tan pionero explorador de los últimos rincones remotos del mundo, como el encontrar basura. Y le digo al responsable: si tuviste las fuerzas de cargar hasta aquí una lata llena, has el chingado favor de llevártela también ya que está vacía.

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El caso es que después de mucho caminar ayudado por el mapa en mi celular aparece ante mí un muro de piedra, donde pienso que podrían estar las pinturas. La verdad es que no tengo idea de qué es lo que estoy buscando, no sé cómo se ven y la única pista que tengo es que están entre dos cerros, y pues, por aquí hay muchos cerros. Un poco más adelante distingo una piedra con una mancha roja. El corazón me da un brinco.

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¿Alguna vez se te volvió realidad aquella frase de “Cuidado con lo que buscas, porque podrías encontrarlo”? Pues aquí me pasó a mi. Me acerco a la pared pero una parte de mi siente un golpe de miedo, mientras repaso lo que he leído en el libro de Antonio: los nativos californianos, y más específicamente sus shamanes, hacían estas pinturas en lugares considerados sagrados, y las hacían para que perduraran en el tiempo. Tras un sueño provocado por un estado alterado de la mente, al cual se podía llegar por distintos métodos (ingesta de tabaco o ‘jimsonweed’, ayuno extenso, picaduras múltiples de insectos o incluso soledad prolongada), al despertar, el shaman debía inmediatamente recordar y pintar lo que había visto en el sueño (si no se acordaba significaba que algo andaba mal). Generalmente, estas pinturas sólo debían ser vistas por el shaman que las hizo y si acaso su aprendiz, por eso las hacían en lugares escondidos o remotos. Si alguien no capacitado las veía, podía caer enfermo, morir, y quién sabe qué otros males que hacen que las consecuencias de romper un espejo no parezcan tan malas después de todo.

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Los shamanes tenían un animal guía al cual solían consultar en sueños, por esto, coyotes, lobos, serpientes, tortugas, venados y otros animales regionales son figura común en las pinturas encontradas en la Alta y las Bajas Californias. (NOTA: yo no sé lo que está representado en estas pinturas en específico, pero las presento para ilustrar al lector. Si alguien tiene más información le agradezco me la comparta, o si alguien quiere el set completo de fotos para fines de estudio también se las puedo compartir).

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Según en libro de Antonio, en esta parte del mural podríamos estar frente a la representación de un coyote (la L invertida con líneas atravesadas en el centro de la imagen) y una serpiente (la figura en zigzag de abajo), pero hay muchas figuras más, aunque difíciles de distinguir.

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A la izquierda hay una tipo cueva, cubierta su entrada por plantas. Me paro ante ella, y repaso: los nativos consideraban que las topografías salientes, como las montañas, eran el lado masculino de la Tierra, y que las entrantes, como las cuevas, eran el lado femenino (es fácil imaginar por qué). Los shamanes utilizaban las cuevas como un acceso a la tierra, un volver al útero materno, al estado del ser antes de nacer, y ahí realizar sus rituales.

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Hago las plantas a un lado y me asomo, expectante. Pero no veo algo, al menos con mis ignorantes ojos, que evidencie actividad humana milenaria en este lugar. La mancha roja del lado izquierdo me recuerda a una foto de una pintura en California que vi en el libro de Antonio, donde la menstruación es representada con una cascada roja saliendo de un hoyo en una piedra. Y este agujero está bastante vaginoforme... ¿O quizá los agujeros en las piedras de arriba? Disculpe el lector la ignorancia de su relator. Imaginando que aquí pudo haber estado un shaman hecho bolita en el suelo padeciendo de alucinaciones, salgo de la cueva.

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A mi derecha las piedras continúan. Distingo más figuras y me acerco (juro que no las toqué).

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Muchos patrones repetitivos. En una piedra parece que el shaman estaba particularmente inspirado.

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Esta fue mi favorita y pasé mucho tiempo mirándola, imaginando montón de cosas y pensando, como Antonio, en mi próximo tatuaje. Detalle de la misma piedra:

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Y de pronto, en el suelo, lo que parece un artefacto de cocina olvidado por los antiguos habitantes de estas tierras:

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Oh, espera, no...es una maruchan. Quiero decir muchas groserías pero por no profanar el suelo que piso, respiro y me contengo. Pero ahora que no estoy ahí ya puedo decir que se me ocurre que la dejó el mismo que dejó la lata de cerveza que llevo rato cargando en la bolsa trasera de mi jersey y que le sugiero use su recto como basurero en vez del bello desierto que no tiene culpa de sus cochinos hábitos.

Conforme avanzo veo más rocas pintadas. Las figuras se repiten, además noto que la mayoría de las pinturas están de cara al oeste. De nuevo repaso lo recién leído: se cree que, por ser producto de sueños, la mayoría de las pinturas debieron ser hechas cerca del amanecer, después de que el shaman despertara de su trance. Con ello, estas pinturas pudieron haber sido hechas mientras el sol estaba detrás de ellas, apenas saliendo, pero quedan bien iluminadas desde antes de mediodía y hasta que el sol se mete. Entro a lo que parece un cañón.

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Y más pinturas. Llego a la conclusión de que estos shamanes tenían sueños muy locos.

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Las pinturas de esta parte están vandalizadas, un tal Juan y un tal Rafael, entre otras firmas que vi, decidieron hacer su contribución al ancestral arte, poniendo sus nombres en las rocas. Les deseé lo mismo que al de la lata de cerveza y la maruchan.

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Pero luego no pude evitarlo y dejé mi firma también.

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(No es cierto, eso ya estaba ahí cuando llegué).

Y así me entero de que esta es la entrada a Las Pintas, y que por donde yo llegué es más bien la salida. La ventaja es que si hubiera llegado por aquí, seguramente no hubiera ido mucho más allá y me hubiera perdido de bastante, así que me pongo feliz de haberme equivocado de entrada.

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Desde aquí hasta mi bici sólo caminé 45 minutos, contrario a las dos horas que me tomó de mi bici a las primeras pinturas que vi. Libélula me esperaba descansando bajo el árbol.

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Contento y con mil cosas en la cabeza, vuelvo a la casa. Al llegar la encuentro vacía de seres vivos. Mi imaginación juega de nuevo a inventar historias, pero al cabo de una hora, el pastor y sus ovejas aparecen de nuevo. Le digo a mi imaginación: “¿Ves? Te dije que eran reales.” Antonio me pregunta cómo me fue, mi respuesta inicia con una sonrisa, y comienza una plática que termina hasta bien pasado el atardecer.

A la mañana siguiente, a sugerencia de Antonio, tomo un raite para volver a la carretera. Cerca de aquí hay un lugar donde extraen piedra (como las de la foto de la araña en el suelo) para venderla en los EEUU, así que Antonio detiene a uno de los trabajadores del lugar que se dirige a El Rosario y le pide de favor que me lleve. Me despido del cholo retirado y le regalo la placa de Sonora que vengo cargando desde Puerto Peñasco, que tanto le gustó desde que llegué. Antonio no tiene email ni celular, pero me da la tarjeta de un primo de él que tiene un taller mecánico en el Otro lado y me pide que a él le mande las fotos de las pintas, y que algún día cuando su primo lo visite se las llevará.

Y así, en menos de una hora cubrimos lo que a mí me tomó cuatro. Les agradezco el favor a los tres chiapanecos y al michoacano y estoy de vuelta en la carretera. Mientras me alejo pedaleando siento que Las Pintas fue un mero pretexto y no el motivo para venir aquí. Mi verdadera intención era encontrarme con Antonio; mi propósito, visitar a un amigo, que no sabía que tenía.

Creo que el largo trecho de desierto ya empieza a afectarme. Y apenas llevo 50 kilómetros en él...

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lunes, 2 de mayo de 2016

De amigos, paisajes, y lobos marinos (De Tijuana a El Rosario, 25/marzo a 13/abril)



Tras despedirme de Sammy y Diana en la meritita línea fronteriza en Tijuana, parto hacia el sur. Mi siguiente destino: Ensenada. Después de recorrer un poco la carretera libre que inicia en Playas de Tijuana y va pegada a la costa, me aburro del tráfico y del avanzar irregular provocado por altos y del nerviosismo que causa una carretera sin acotamiento, así que en una oportunidad me subo a la carretera de cuota, conocida como la Carretera Escénica. El trayecto de alrededor de 100 km transcurre sin mucha novedad, excepto un pequeño detalle: en la Carretera Escénica no están permitidas las bicicletas. Sólo que yo no sabía, y al parecer tampoco lo sabían los dos policías de caminos que me topé en dos puntos distintos del trayecto. Así que durante 90 kilómetros yo disfruto de un acotamiento del tamaño de un carril y que tengo para mi solito, preguntándome qué hacen esas personas andando en bici por la libre, tan traficada y sin acotamiento, teniendo esto acá. Me entero de la razón horas después, a unos 10 km de la caseta para entrar a Ensenada, cuando una troca con logotipos de la SCT se detiene frente a mí y me hace señas. El hombre me pregunta que si sé que no puedo circular por aquí, a lo cual yo respondo que no, y me dice que no puede dejarme seguir, que echemos mi bici a la troca para que me fuera a dejar a la caseta, a lo cual yo respondo que con mucho gusto (en el camino nos detuvimos a quitar un trozo de llanta de en medio del camino. La comparación es inevitable). La Carretera Escénica es un lindo paseo, pero yo ya había visto lo que había que ver, además de estar demasiado poblada para mi gusto. De hecho sólo tengo una foto de este trayecto y es muy mala, así que mejor pondré una de Sammy y yo en la esquina donde inicia este país:

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En Ensenada me veo con Zindy, quien dentro de todas sus actividades se las arregla para hacer el tiempo para aburrirse con mis fotos de viaje y al enterarse de que pasaría por aquí, se ofrece como mi embajadora personal, y de aquí sale una amistad que sobrevive hasta la publicación de este relato.

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Mi estancia en Ensenada transcurre entre días de trabajar en el relato anterior (que si no has leído puedes hacerlo dando click aquí) y paseos por la ciudad y sus alrededores, a veces con Zindy, y a veces con Andrés, amigo a quien conocí en Hermosillo y que vive acá (cuando no anda por el mundo haciendo cosas de Física o corriendo ultramaratones). Un día deja su tesis doctoral por un ratito para irnos a recorrer la Ruta del Vino en las bicis.

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Sólo que no probamos nada de vino. Nuestra situación económica nos deja para apenas un par de cervezas que tomamos en el descanso que hicimos durante esta ruta de 95 km.

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Pedaleamos entre colinas cubiertas de verde, mientras ‘Strawberry fields’ suena en mi cabeza.

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Ensenada es chévere, un pequeño paraíso para quien gusta de actividades al aire libre, pero también de la vida nocturna. Hay distintos grupos de ciclismo, de los cuales yo rodé con Pro Ciclo Va y las Ladies Night Bike Ride.

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Además de montón de caminos y senderos para andar a pie o en bici, como El Mirador:

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La playa Los Arbolitos:

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O el rancho El Salto:

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Estas cosas y otras más que me faltaron conocer en los días que paso aquí me hacen considerar a Ensenada un buen prospecto como lugar para vivir. Pero eso sería para después, yo por ahora debo despedirme de esta ciudad y de las personas que conocí ahí para continuar mi camino.

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Tras salir de Ensenada, la carretera Transpeninsular me exige usar todas las técnicas de supervivencia en tráfico motorizado que conozco y me tensa todos los músculos. A ratos (muy cortos) tiene acotamiento, pero la mayor parte del tiempo no tiene y se ve así:

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Ahora, imagina un tráiler doble remolque en cada carril...Cualquiera que haya sido el paisaje, yo no me acuerdo. Vehículos desde carritos hasta trailers doble remolque comparten esta carretera de un solo carril a cada lado y, aunque debo mencionar que todos se portan muy bien (y he escuchado la misma opinión de otros ciclistas. Felicidades y gracias, conductores de Baja), aún así me es de lo más estresante el circular por aquí y venir checando el tráfico, he ahí el por qué no veo nada de paisaje. Mi mente se enfoca en una cosa: si viene un solo vehículo, en el sentido que sea, no pasa nada (si viene de atrás me puede rebasar y si viene de frente sólo debe mantener su curso). El problema es cuando viene uno en cada sentido. Entonces, por seguridad de todos, decido salirme del camino para permitir que ambos pasen sin necesidad de maniobrar. Lo mismo en las varias curvas, donde no es posible ver si viene alguien o no. Y con este nada divertido juego se pasan los dos días que me toma cubrir la distancia entre Ensenada y Vicente Guerrero (170 km), separados sólo por una noche acampando a un lado de la carretera, en un mini cañón que no estaba nada mal.

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En Vicente Guerrero, que es parte del Valle de San Quintín, me veo con Carmelita e Israel, una pareja a la que contacté por medio de Couchsurfing. Mis dos días anteriores valen la pena al ver la cena que nos espera:

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Una de las hijas de ellos, Naara, tiene junto con su esposo Aarón un restaurante llamado ‘Los Jardines’, donde hacen cocina italiana y donde se me antoja para pedirle matrimonio a la primera que se deje en cuanto se me quite esto de andarme paseando en bici por todos lados.

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Antes de llegar aquí descubrí que mi parrilla frontal estaba rota de una soldadura, así que aprovecho para buscar dónde arreglarla. La parrilla es de aluminio y no es tan fácil encontrar quien maneje este tipo de soldadura (es una buena razón para usar parrillas de acero, pero también son más caras), afortunadamente encontré un taller mecánico donde tenían el equipo y me la arreglaron por 30 pesos, además de darme la bendición para mi viaje.

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Mi estancia programada de dos noches se prolonga por la invitación al festejo de cumpleaños de Alex, hijo de Carmelita e Israel, y a su invitación agregan el argumento de que esta pronosticada lluvia para esos tres días de fin de semana. Yo dije que sí en cuanto escuché las palabras ‘habrá ceviche’, aunque lo de la lluvia se cumple y yo estoy feliz de estar bajo un techo más fuerte que la lona de mi casa de campaña.

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Me despido de esta hermosa familia que me trató como a uno de los suyos, y me monto de nuevo a la Transpeninsular sin mucho entusiasmo, en parte por la carretera en sí pero también por el volver a mi dieta de atún y naranjas después de lo que comí en este lugar. Pero para mi gusto, inmediatamente después de San Quintín (20 km), aunque sigue sin haber acotamiento, el tráfico se reduce enormemente, y es a partir de aquí que empiezo a disfrutar esta carretera. Qué diferencia. Si tuviera que ponerle número diría que hay un 70-80% menos vehículos que de San Quintín para arriba.

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Yo me siento 200% más cómodo y feliz. Hasta empiezo a ver a mis alrededores más que a mi retaguardia. Y descubro la casita en la que me iré a vivir después de recibir el sí a la propuesta de matrimonio. Ya me vi...

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A los 80 km aparece el letrero que indica que he llegado a la desviación hacia mi próxima parada: La Lobera.

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Me toma una hora llegar hasta el cráter que sirve de casa para focas y lobos marinos, y aunque yo iba lento sobre la terracería irregular, tampoco es que me moleste, me gusta la tierra y no tener que estarme cuidando del tráfico.

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El camino se torna más agresivo a ratos, mis llantas sacan piedras volando para acá y para allá.

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Y aparte, de subida...

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Pero si hay algo cierto en este mundo, es que toda subida tiene su recompensa. El mar aparece frente a mí a través de cerros forjados por la erosión.

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Tras una bajada tan inclinada que deja chillando mis frenos, aparece el esperado lugar: el agujero en el suelo y el edificio propiedad de la cooperativa pesquera local del cual sale un perro que me ladra, me vigila por un rato, luego se esconde y no vuelvo a ver (no sé si habría alguien adentro, nadie salió).

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Y si te recuerda a las Islas Marietas no es casualidad: ambos lugares se formaron producto de actividad volcánica y erosión (el Valle de San Quintín aloja a 10 u 11 volcanes clasificados como extintos, algunos en tierra firme y otros en el mar).

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Sólo que aquí, en vez de turistas, hay una escena ante la cual yo hago un sonido parecido a ‘WUÓ!’: lobos marinos y focas, echadas en la arena como si no hubiera nada de qué preocuparse en la vida más que de aprovechar la mayor cantidad posible de rayos de sol.

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De todos tamaños y colores, panza p’arriba, p’abajo o de lado, parecen ni siquiera advertir la presencia del humano que les acosa con su camarita.

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Algunas hacen ruido como si bostezaran. Las más, permanecen en absoluto silencio e inmovilidad. El humano saca una naranja de su mochila y se sienta a comérsela, como esperando a que empiece el show (ahora que redacto esto, me doy cuenta de que dos de ellas parecen estar volteando hacia mi. A ver si las encuentras).

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Incluso sin las focas, este lugar es interesante de por sí: las formas en la tierra me recuerdan a fotos que he visto de Júpiter.

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Mi plan original era acampar aquí pero viendo que aún quedan dos horas de sol y que El Rosario esta a 10 km por la carretera, decido continuar. Empieza a hacer mucho viento y de todos modos tendría que buscar un lugar resguardado del aire. Una hora me toma volver a la carretera, luego una subida muy larga, un retén militar, y un descenso de miedo por la velocidad y las curvas, me llevan hasta El Rosario, donde me dirijo a la delegación de policía y me indican que puedo acampar en el parque justo enfrente, lugar donde varios oficiales se turnan para visitarme y platicar, siendo ellos mismos aficionados a la bici en sus ratos libres.

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La mañana siguiente comienza con la noticia de otro rayo roto, definitivamente hay algo mal con mi rin trasero. Mientras lo cambio, un poli de los de anoche me trae medio litro de leche y galletas, que yo como con mucho gusto ya que andando en bici no puedo cargar con lácteos (en otra ocasión, en Jalisco una señora me regaló un kilo en variedad de quesos que ella misma produce y ese día fue lo único que comí. No que me molestara, amo el queso, pero era eso o verlo echarse a perder en mi mochila). Le pregunto al poli que si sabe a qué horas abre el taller de bicis que vi ayer cuando entré, ya que me quedan sólo tres rayos de repuesto. Me dice que el que atiende es muy malandro y que mejor no me meta ahí. No, pues si qué bueno que pregunté...

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Saliendo de El Rosario me encuentro con un letrero que me recuerda el largo tramo de desierto del que me advirtieron, donde no hay servicios y donde se dice los hombres de alma débil pierden la cordura ante la vastedad de la nada y su soledad.

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Yo saco cuentas en mi mente: comida para tres días y 13 litros de agua deberían de bastar. De todos modos mi próximo objetivo me sacará pronto de esa carretera hacia lo aún más remoto: Las Pintas, una serie de pinturas rupestres escondidas en el norte del Valle de los Cirios, cerca del ejido Abelardo L. Rodríguez. Mientras pedaleo y pienso en a dónde rayos estoy a punto de ir a meterme (ni los policías sabían de qué les hablaba cuando les mencioné el lugar), aparece alguien a quien he estado esperando ver desde hace seis semanas:

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¡Mi primer cirio! Los había visto en fotos, pero ver uno en vivo, aunque de lejos, hizo que mi interior bailara una pequeña danza tribal y decirle: ‘Es a ti a quien he venido a ver’. El cirio me transmite una sensación distinta a la demás vegetación del desierto, algo que me hace pensar en Alice in Wonderland, en los dibujos del Dr. Seuss, en la Econometría, en los cuentos de Borges, la concatenación universal, en los dioses que decidieron crear un ser vivo inspirado en los sueños provocados por la locura que causa el saberse eterno...

Pero le corto al tren de pensamiento. Me espera una carretera que se ve divertida y debo llegar al km. 43, donde se supone está la desviación hacia el ejido.

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Al llegar veo un letrero que no esperaba ver. Eso debe ser señal de que no es un lugar tan desconocido, lo cual contradice la cara de las personas a las que les he mencionado a dónde voy. Todo mundo cree que me refiero a las pinturas en Cataviña, pero eso está aún mucho más adelante.

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De nuevo el pavimento queda atrás y delante de mí aparece una terracería que se pierde entre los cerros. Seguro esto será divertido. O tal vez no...

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