viernes, 15 de julio de 2016

El arte rupestre en La Sierra de San Francisco (27/Abr - 8/May)



"Jamás volverás a sentirte completamente en casa, porque parte de tu corazón estará siempre en otro lado. Ese es el precio que pagas por conocer y querer a personas en más de un lugar".
- Mirian Aderey

(este post es continuación inmediata del relato anterior, que puedes encontrar dando click aquí)

Guerrero Negro comienza mostrando sus coloridas paredes y tributos a las ballenas, que son el ícono de la ciudad.

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Guerrero Negro es conocido por dos cosas: avistamiento de ballenas, y la salina. Para cuando yo llego a la ciudad ya es tarde para ver ballenas, porque ya se fueron más hacia el norte. Sin embargo, tengo la suerte de que Homar, mi contacto en la ciudad, trabaja en la salina, así que se ofrece para darme un tour.

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La salina consiste en un impresionante valle completamente blanco, donde parece estar permanentemente nevado y que juega trucos con la mente sobre todo si llevas semanas viendo desierto y más desierto.

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Mientras Homar me explica el proceso, yo tomo fotos y pienso en el montón de micheladas que podría prepararme con toda ésta sal. Pero viene la mala noticia: ésta sal no es para consumo humano, sino que se usa principalmente en procesos industriales. La de Guerrero Negro es la productora de sal más grande del mundo, y mientras haya agua de mar, habrá sal para extraer. El sol se refleja tanto en el suelo salino que encandila los ojos.

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Camiones con capacidad de quiénsabequétantas toneladas de sal pasan uno tras otro, yendo desde la laguna correspondiente hasta el lugar donde la embarcan.

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Donde la sal es dividida bajo criterios que en éste momento no recuerdo.

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Para después ser embarcada y transportada hacia distintos lugares del mundo.

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Paso varios días en ésta pequeña ciudad, que sin embargo es la más grande en la que he estado desde que salí de Ensenada hace semanas. ¡Hasta hay señal de celular! Mis abuelos adoptivos, Doña Tana y Don Javier (papás de Homar), me comparten de su tiempo y sus historias.

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Doña Tana es descendiente de los cochimíes, la comunidad indígena que habitó ésta zona de la península, y a la que se le adjudican la mayoría de las pinturas rupestres que se encuentran en la región. Ella me cuenta que no muy lejos de aquí, en la Sierra de San Francisco, hay unas cuevas con murales rupestres de metros de altura, y a mí, que me gustan las sierras y las pinturas rupestres (como pudiste/podrás ver en la historia que conté acá), se me ocurre pensar si será posible llegar en bici. Por su parte, Don Javier es reconocido en la ciudad como el impulsor del ciclismo en la ciudad, porque gracias a él inició el club local de ciclismo, que a la fecha ha logrado reconocimientos a nivel regional y nacional (¡de hecho mientras redacto esto, me llega la noticia de que un bajasureño acaba de ganar la olimpiada nacional!). Tan así, que Don Javier es el hombre en bicicleta que viste en la primera foto de éste relato. ¿No te acuerdas pero te da flojera ir para arriba otra vez? No problemo, aquí está a detalle ;)

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También Doña Tana está en ese mural, ¿la ves? ¿No? Mira lo que dice en la gorra de Don Javier…

Mis días en Guerrero Negro los recuerdo con especial cariño porque me hacen darme cuenta de que mis prioridades de viaje han cambiado. Antes mis objetivos eran, de mayor a menor prioridad: los paisajes, la comida, la gente. Pero tras meses de recorrer el país, lentamente y sin notarlo al principio, ese orden se ha ido modificando. Hoy tengo muy en claro que mi razón número uno para cambiar la comodidad de casa por la incertidumbre diaria de estar viajando en bici es, definitivamente, la gente. A pesar de lo mucho que disfruto la soledad, la gente es lo que me trae las más bonitas experiencias y con ello los mejores recuerdos (y también los peores, pero no hablaré de eso aquí). Y precisamente por personas como doña Tana y don Javier es por quienes puse la cita al principio de éste relato.

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Detesto las despedidas. Sin embargo, son una constante en la vida del inquieto por verlo todo. Mis abuelitos adoptivos se aseguran de echarme al camino con el estómago bien lleno, dos piezas de ropa nueva, y una planta seca que Doña Tana me recomienda ingerir en caso de que me muerda alguna serpiente (¡!). La jornada del día consiste en una línea recta que atraviesa la Reserva de la biósfera El Vizcaíno, que es una de las áreas protegidas más grandes del mundo y que hoy me regala un viento de atrás que me ayuda a avanzar más fácil y rápido. Éste día ocurre lo que yo llamo un “cumplekilómetros”, que es algo así como un cumpleaños, pero es cada mil kilómetros de recorrido. En esta ocasión, mi velocímetro indica que ya van 6 mil km los que Libélula y yo hemos hecho en seis meses de vagar por México. Con ésta distancia ya podría estar en Centroamérica, pero aún tengo tanto que ver por éstos rumbos…

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En el camino paso por la desviación que lleva hacia San Francisco de la Sierra, el lugar donde están las pinturas rupestres que me mencionó Doña Tana. No sé si fue por lo intimidante de las montañas en la distancia, lo cansado que estaba, o mi mente desordenada del momento, pero decido no ir y continúo derecho hacia el sur.

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Hasta que a los 120 km recorridos llego a un restaurante, donde pido algo de cenar y un espacio para acampar. El Desierto del Vizcaíno se luce con un atardecer de esos de por acá.

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A la mañana siguiente me entero de que un coyote rondó el área y se robó una gallina. Yo no sabía que pudieran ser tan listos, pero aparentemente han aprendido a caminar en círculos alrededor del gallinero, y las gallinas, al no perderlos de vista, se marean y se caen del palo en el que estaban. Así, Don Coyote, que no es bueno escalando, ya sólo debe levantar del suelo a la primer gallina que se atarantó.

El restaurante, contrario a anoche, muestra mucha actividad. Me uno a la euforia de tazas de café y tortillas y mientras desayuno, un señor que viene con su esposa me invita a su casa después de hacerme muchas preguntas sobre cómo y por qué es que llegué a ese lugar. Viven en Punta Abreojos (con el sólo nombre del lugar ya me gustó), a 80 km al oeste de aquí, en la costa del Pacífico. Y yo, que no sé decir que no, acepto y echo mis cosas al carro y nos vamos.


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Punta Abreojos es un pueblito pesquero y beisbolero. El señor Lupe, quien resulta ser tío segundo de Juan, mi amigo en Bahía de los Ángeles (del relato anterior), me lleva a conocer el lugar, mientras me cuenta anécdotas pesqueras y beisboleras.

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Por ejemplo, que el viejo faro (las dos fotos anteriores) ahora es usado como encuentro para amantes furtivos y óleo para los artistas locales. Además de que Abreojos es un “spot” popular para los que practican las distintas modalidades del surf.

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Durante mis dos noches en éste lugar no se me salió de la cabeza el pensamiento de que dejé pasar las pinturas rupestres en San Francisco de la Sierra, y concluyo que sólo me lo sacaré de una forma: yendo para allá. Así que después de que el Señor Lupe me donara más ropa de la que necesito (sigo sin saber por qué la gente hace esto, ¿en serio la mía está tan jodida?) y me llevara de vuelta al restaurante donde nos conocimos, vuelvo 20 kilómetros sobre mis pasos durante los cuales el viento que hasta hace tres días me empujaba, ahora está de frente a mí y más de una vez pensé dar vuelta en U, olvidar todo el asunto de las pinturas, y seguir hacia el sur. Pero algo me llama a ese lugar, así que intento no pensar demasiado hasta que me encuentro de nuevo con la desviación que antes mencioné. La Sierra me saluda desde la distancia.

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Son menos de 40 km, y aunque voy hacia la montaña, no se ve que esté demasiado alto. Además ya subí al Popocatépetl una vez, ¿qué tan malo puede ser? Ahora que escribo esto, me imagino a la Sierra riéndose de mí al ver a un iluso en bici acercarse a ella, atreviéndose a retarla. Y tras media hora de una subida apenas perceptible, me da una pequeña probada de su poder.

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Que no da chanza ni de calentar el motor. Inmediatamente me enfrento a un camino tan inclinado, que subirlo en línea recta me resulta imposible. Tengo que hacer el ascenso en zigzag, yendo de una orilla del camino a la otra, con el fin de suavizar la pendiente, aunque claro, con esto la distancia para llegar de A a B aumenta considerablemente. Las voces de “Te dije que no viniéramos” no se hacen esperar, y sólo se callan cuando escucho un motor detrás de mí. Una troca verde se me empareja y adentro viene una familia, que baja las ventanas pero no me dice nada (ésta es la tercera o cuarta vez que alguien baja sus vidrios para no decirme nada) y yo tomo la iniciativa preguntando si van a San Francisco. Me dicen que sí, que ahí viven, y quisiera haberles tomado foto a sus caras cuando les dije que yo también iba para allá. O a sus sonrisas cuando les dije que calculaba llegar en cuatro horas.

- Vas a hacer más. De aquí en adelante es pura subida. Si éste carro batalla…

De nuevo un silencio extraño. Creo que esperan que les pida raite. Pero no lo hago. Ni que no me llamara Daniel “El Necio” Díaz. Les digo que allá los veo en la tarde, y que gracias por detenerse. No tardo en comprobar que tienen razón: tras una falsa meseta el ascenso continúa. Y continúa. Y continúa. En la foto no se ve que estoy parado con una mano en el freno para evitar que la bici retroceda valiosos centímetros que mucho me costó avanzar, pero al fondo se puede ver una tendencia del camino a ascender, además de un letrero que me hace sonreír y pensar en quién rayos se tomó la molestia de hacer esto.

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Durante horas la tortura continúa. A pesar de estar en mi cambio más bajo, muchas veces es insuficiente para subir pedaleando y debo bajarme y empujar, y yo, con mi fisionomía de T-rex, no tardo en resentir el efecto en mis brazos. Otras veces más, la bici amenaza con relinchar, por lo cual yo debo acostar mi pecho sobre el manubrio para evitar que se levante la llanta delantera por la inclinación, y así, en ésta posición ridícula, intento no dejar de rotar los pedales, porque en cuanto lo hago, la bici se detiene inmediatamente y es más difícil volver a empezar. Me detengo varias veces. Maldigo muchas otras más. Las voces bailotean dentro de mi cabeza diciéndome lo fácil que sería volver atrás, que el viento va hacia el sur, que mejor vamos para allá, que al cabo qué hay de interesante en unos dibujitos monocromáticos. Yo trato de no escuchar pero, no habiendo más nada, es difícil hacerse el sordo. En algún momento me arrepiento de no haber pedido el raite, y me refugio del sol bajo el único mezquite de tamaño suficiente como para producir sombra. Cuando me acerco a él, está ocupado por un grupo de chivas quienes huyen ante mi presencia. Yo las invito a compartir la sombra, pero se niegan, y sólo me dirigen miradas de odio desde la distancia durante todo el tiempo que estuve ahí.

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Cuando mis cálculos indican que faltan 8 km, se acaba el pavimento, y han pasado cuatro horas desde que hablé con esas personas. Desde aquí alcanzo a ver el pueblo, y eso me levanta el ánimo, sólo que parece haber un barranco entre el pueblo y yo.

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Los restantes 8 km los paso sorteando piedras y yendo arriba y abajo por la terracería, lo cual al menos me distrae del dolor acumulado en las piernas.

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Además de que ahora mi concentración se divide entre admirar el impresionante paisaje y no perder el equilibrio. En éste momento estoy más que feliz de no haber pedido el raite.

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Después de otra hora, llego por fin a San Francisco de la Sierra, un lugar con una veintena de casas, una escuela, y una iglesia, dedicado principalmente a la cría de cabras. Es gracioso notar el silencio que se crea cada que paso frente a los pequeños grupos de personas que me encuentro. Excepto un grupo de niños, que insisten en decirme "¡Gringo! ¡Gringo!" a pesar de que les hablo en español. De nuevo mi rubia cabellera confundiendo a la gente...

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Busco a Don Enrique, quien tengo entendido es el encargado de las pinturas rupestres. En un lugar así de pequeño, es difícil no dar con una ubicación.

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Don Enrique es el asignado del INAH para hacerse cargo de operar las visitas a las pinturas rupestres, y él me explica que hay dos opciones:
  1. Visitar la Cueva del Ratón, que está por el mismo camino que yo vine, y es fácilmente alcanzable a pie.
  2. Visitar la Cueva La Pintada, que es la más famosa y la icónica de éste grupo de petrograbados. Para ésta cueva, se necesita hacer un viaje de cinco horas a caballo para internarse en la sierra hasta donde está una pared de 4 metros de altura, plagada de arte ancestral.

Por supuesto que me emociona el imaginarme ir a La Pintada, pero mi presupuesto me da un jalón de orejas. Son $250 pesos para el guía, más $150 por cada animal, y se requieren mínimo tres: el del guía, el mío, y el que carga el equipaje, ya que las distancias requieren al menos una noche de acampada. Como los costos son por día, las cuentas dan un total de $1400 pesos. Eso es el equivalente a una semana y media de viaje. A pesar de que el precio no me parece exagerado para la experiencia que brinda, por mi situación actual decido…posponer, digamos…la visita a La Pintada, y ser feliz visitando la Cueva del Ratón, para la cual sólo debo poner $100 pesos (incluye mi boleto y el derecho al uso de cámara) más propina para el guía. Pero como ya es tarde (pasé todo el día tratando de llegar a éste lugar) programamos la visita para mañana por la mañana, y yo me retiro a acampar en un edificio a medio construir que está dentro del terreno de Don Enrique. La noche me invita a usar chamarra. Mientras pongo mi casa de acampar, uno de los nietos de Don Enrique, a quien más temprano vi haciendo skids en su bici y lleva tiempo observándome en silencio, desaparece y vuelve con un colchón individual, que decidió prestarme porque el mío le pareció muy delgado. No recuerdo tu nombre, pero gracias :)

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La mañana llega y me sorprendo de nuevo por el lugar en el que estoy: un pequeño valle dentro de un impresionante cañón, en plena Sierra de San Francisco. La esposa de Don Enrique me ofrece un café que calienta mi interior mientras disfruto de lo que queda del amanecer. A las 9 am, puntual, se presenta mi guía: un hombre de unos 70 años, vestido de mezclilla, botas y sombrero, quien me pregunta en qué carro vengo. “En éste”, le digo yo, señalando mi bici, ya cargada con mis cosas. A él esto no parece causarle gracia en absoluto, me dice que los visitantes siempre vienen en carro, que él se sube con ellos y que así es como van a la Cueva. Que él ya está viejo, que le duele la pierna, que no puede caminar mucho. Yo ofrezco la única solución que se me ocurre, que es que relegue su función a alguien con menos dolencias. Pero él dice que él es el encargado de la llave, que ese es su único ingreso, que ya está viejo, que los visitantes siempre vienen en carro, que le duele la pierna…y así, nos encaminamos a un incomodísimo trayecto, uno de los más incómodos de mi vida, donde el señor no paró de quejarse del cómo nunca había tenido que caminar hasta allá, del cómo los visitantes siempre vienen en carro, de que le duele la pierna…

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Tras media hora y varios fracasos de intentar hacerlo hablar de otra cosa (se cree que los habitantes de aquí son descendientes de los autores de las pinturas rupestres) llegamos al acceso a la Cueva del Ratón. El señor saca la llave mágica, y abre el candado.

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Mis ojos intentan captarlo todo desde el primer instante, pero queda claro por qué al estilo de pinturas de ésta zona le llaman “Gran Mural”: son paredes naturales de varios metros de altura, donde tintas rojo, negro y blanco se amontonan en figuras, a veces unas encima de otras (se puede dar click en las imágenes para verlas a más detalle).

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Mi fascinación es tal que se me olvida que hay alguien detrás de mí y que probablemente sigue renegando. Venados bura y colablanca, pumas, hombres, y mujeres, quienes pueden ser distinguidas por unas protuberancias que salen de las axilas, en representación de los pechos femeninos (la figura roja en la parte central superior de la siguiente foto).

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Descubiertas en 1890 por un geógrafo francés, éste arte primitivo sobrevive a las duras condiciones de la región. Las cuevas no son cerradas, así que llevan cientos de años bajo el sol y las eventuales lluvias. Sin embargo, prevalecen. Y esa era la intención de los petrograbados: dejar un mensaje, que perdurara en el tiempo.

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En ésta región hay más de 150 sitios con pinturas (algunos en zonas tan aisladas, que toma días llegar a ellos), y comparten más o menos las mismas características, sin embargo no queda claro si son producto del mismo grupo de artistas o individuos aislados actuando por su cuenta. Ésta figura en particular atrapa mi atención:

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A pesar del tiempo que paso ahí, cada que veo las fotos me sorprendo de nuevo y hago zoom en todos lados, tratando de encontrar algún detalle que pude haber perdido la vez anterior. Satisfecho por el momento, salgo de la Cueva para reencontrarme con mi guía, a quien (por efecto de la emoción) le entrego mi presupuesto de dos días como agradecimiento. Si la intención de sus quejas era chantaje o eran sinceras, yo no lo sé. De cualquier manera, le funcionó. Le ofrezco agua pero me dice que yo la voy a necesitar. Mientras lo escucho alejarse aun renegando, yo volteo y diviso el camino por el que vine, y por el cual ahora tengo que regresar.

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Es hora de bajar por la dolorosa subida de ayer. Baja California Sur apenas empieza, y ya siento que estoy enamorado de ella. La vista frente a mi es impresionante, pero algo me dice que más vale que me ponga el casco, la bajada va a estar interesante…

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jueves, 7 de julio de 2016

De cómo me volví un Bahíadelosangelino, y el comienzo de Baja California Sur (16/Abr - 27/Abr)

(éste capítulo es continuación inmediata del anterior, que puedes leer aquí)

Un letrero me distrae de los pensamientos que me invaden al dejar atrás a Las Pintas. Ahora estoy “oficialmente” en el Valle de los Cirios.

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El desayuno de hace horas en casa de Antonio ya ha sido usado como combustible y mi cuerpo pide refill. Me detengo en una lonchería llamada “El progreso”, donde no encontré ni lonches, ni progreso. Yo pensaba que no había nada más mentiroso que el PRI, pero al menos el PRI sí reparte lonches.

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De pronto el paisaje cambia, y entro a lo que después me enteraría que llaman “El Pedregal”. La foto ilustra por qué.

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Y en eso, mi música se apaga. Como siempre que esto pasa, maldigo. Pero rápido los cactus me sacan plática y me distraen de mi ensimismamiento. Mientas en voz alta halago a cardones, biznagas y cirios por lo bonitos que se ven, no me doy cuenta de que un carro se me empareja. En la ventana asoma una mujer, con una cerveza (cerrada) en una mano y una botella de agua en la otra. “¿Agua? ¿Cerveza?” Me pregunta. Enfrente veo un tramo donde podemos detenernos, y le indico que vayamos para allá.

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Son abuela, hijo, y nieta, y van a donde mismo que yo, Bahía de los Ángeles. Sólo que ellos llegarán en unas tres horas, y yo en dos días más. Tras una pequeña charla y fotos, la familia continúa su camino y yo el mío. Yo aprovecho que la botella de 4 litros que me dieron venía en una hielera y me doy vuelo tomando agua fresca, y con cada trago agradezco a estos amables desconocidos; ángeles del camino, como a veces se les llama a personas así (¿será que es tan difícil que todos nos tratemos de igual manera?).

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Tras la jornada de 100 km llego a Cataviña por la tarde, donde pido espacio para acampar al restaurante local. Ahí mismo me entero de que algún candidato a diputado está de campaña, y que habrá tacos de pescado para los asistentes. Junto con los dueños del restaurante, me dirijo al lugar del evento y repito tres veces el plato, no sin antes prometer que mi voto será en favor de Comosellame. Está difícil mantener los principios firmes cuando el hambre no te deja pensar.

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Tras una noche tranquila, mi mañana inicia con no sólo uno, sino DOS rayos rotos, que reparo entre groserías. Mientras desayuno en el restaurante me doy cuenta de que un colega mío, Rubén Hernández, pasó por aquí hace algunos años, así que pido permiso y dejo una foto mía junto a la suya.

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Desde anoche empezó un viento que en la mañana continúa. Los comerciantes se quejan de él. Yo me pongo contento, porque al parecer va hacia donde yo voy. Estoy a 170 km de Bahía de los Ángeles; mi plan es hacer 100 hoy, y dejar los 70 restantes para mañana. El recorrido inicia con algunas curvas donde el viento amenazaba con sacarme de la carretera, a veces tenía que echar mi peso a un lado para mantener el equilibrio. Pero llega un momento en el que el camino se convierte en una línea recta al sur, y el viento me empuja desde atrás. Mis 18 km/h aumentan a 30 sin mucho esfuerzo. Pero a mis piernas no les agrada el poco esfuerzo, y yo les hago caso. Aumento la velocidad y con ello aumenta el sonido del viento, hasta que llega un punto en que repentinamente se calla, como cuando vas en el carro a alta velocidad, tienes la ventana abierta, y la vas cerrando hasta hacerlo por completo.

Entro en una especie de burbuja, efecto de que el viento y yo vamos en la misma dirección y velocidad. Si bajo el ritmo el sonido del viento regresa. Lo mismo pasa si lo aumento. Pero justo en los 46 km/h es donde todo se silencia, y sólo oigo el zumbido del caucho en el pavimento, y mi respiración. Y a partir de aquí no estoy muy seguro de lo que pasó, no tengo fotos ni en la cámara ni en la cabeza, pero lo más probable es que me haya quedado dentro de esa burbuja por un buen rato, pensando en quién sabe qué cosas o pensando en nada. Me recuerda a mis días en el Taekwon do, porque de los mejores combates no tengo recuerdos, como si alguien más los hubiera vivido por mi.

El caso es que llego al cruce que marca la desviación hacia Bahía de los Ángeles, lo cual también significa que ya hice 100 km desde Cataviña. Miro el reloj: las 3 pm. Como quedan aún varias horas de sol y mis piernas no se han quejado, decido continuar y cubrir lo que pueda el resto del día. Sólo que ahora hay una diferencia: he dado vuelta a la izquierda y el viento no me empujará más. Mi ritmo baja drásticamente a 15, 18 km/h, pero también vuelvo a ser consciente de mi entorno: un majestuoso valle saturado de vegetación desértica.

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Mi energía baja notoriamente, empiezo a sentir la cruda del frenesí de las horas anteriores y aunque soy consciente de que en el momento que yo decida puedo detenerme y acampar, se me ha metido a la cabeza el reto de llegar a Bahía hoy mismo. A mis piernas esto no les agrada y empiezan a confabular para formar un sindicato, yo calmo sus ánimos con una parada para descansar y comer un par de naranjas, pero no hay mucho tiempo: el Sol me avisa que pronto va a cerrar el changarro.

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Repetidas veces considero detenerme y dar por terminada la jornada, pero cada kilómetro que pasa me motiva a seguir a pesar de que cada vez me cuesta más trabajo avanzar, al grado de que presiento que si me detengo a descansar no seré capaz de andar de nuevo. No suelo pedalear en la oscuridad pero en ésta carretera he visto apenas dos carros en varias horas, así que me siento en confianza. Para cuando por fin diviso las luces de Bahía de los Ángeles, el sol ya se metió y estoy pedaleando con mi luz frontal encendida.

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En Bahía tengo a una persona que me va a hospedar (yo prefiero decir "a quien voy a visitar"), pero le dije que llegaría hasta mañana, además de que ya es noche y no quiero molestarla, así que pregunto a un local dónde está el hotel más barato y me dirige a la Casa Díaz. $300 pesos por la noche, eso el presupuesto de tres días (Nota: el hospedaje en Baja Norte es relativamente caro comparado con otras partes del país. Éste precio es en general lo más barato que hay). Pero no me importa: llevo seis días pedaleando diario y no me he bañado, además de que estoy destrozado físicamente y no me quedan ganas de buscar un lugar para acampar. También tomo en cuenta que es la primera vez que pago por hospedaje en seis semanas que llevo viajando, así que supongo no está tan mal. El velocímetro marca 173 kilómetros recorridos en el día, un nuevo récord personal. Tras un largo baño con agua caliente donde le di muy buen trato a mis piernas como agradecimiento, mi cuerpo se relaja al punto de apagarse, dejando la luz encendida y la cena a medio terminar.

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La mañana siguiente me veo con Marisol, mi host de Couchsurfing. Junto con sus amigos Juan y Cristina prepara unos ostiones a la parrilla, que es algo así como el equivalente a la carne asada en Sonora.

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De izquierda a derecha: Mari, Juan, y Cristina.

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El día deja ver lo que anoche no pude: Bahía de los Ángeles es una comunidad de alrededor de 600 habitantes, de una sola calle pavimentada, dedicada a la pesca y al turismo (si quieres ver al tiburón ballena, éste es el lugar adecuado). Está en una línea recta de 90 km en la costa opuesta a Hermosillo (la ciudad donde vivo), así que abundan las bromas respecto a lo fácil que hubiera sido cruzar el Mar de Cortés en tres horas en lancha, en vez de hacer seis semanas en bicicleta. Está tan cerca, que en noches de poca bruma desde aquí se alcanza a ver el halo de luz de Hermosillo.

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Bahía de los Ángeles visto desde el faro. El pueblo completo es más o menos el doble de lo que se ve en esta foto.



Mari estudió comunicación y trabaja en la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (CONANP) y entre otras cosas, documenta con su cámara la vida marina local. Así que no pude aterrizar en mejor suelo para realmente conocer éste lugar.

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El faro de Bahía de los Ángeles, y Mari atacando con su cámara.



Como en varios (aunque podría decir "todos") de los pueblos pesqueros a los que he llegado en ésta ruta, existe un fuerte problema de drogas, relacionados particularmente al cristal, al cual por ésta región llaman "shuky" (y "shukero" al consumidor). Hasta hace algunos años, Bahía era conocido como un punto de tránsito de las drogas que van con rumbo a los EEUU, pero con la pavimentación del acceso al lugar ésto parece haberse reducido. Sin embargo, el pueblo se mantiene tranquilo, entre otros factores, debido a que por haber tan pocos habitantes, todos se conocen y es difícil que algo suceda sin que todos se enteren. Ésto implica también que todos saben a qué se dedica cada persona del lugar, por lo cual los operativos de la policía son, pues, puro trámite, por decirlo así. Sumando que además gran parte del ingreso proviene del turismo (pesca deportiva y avistamiento de ballenas), Bahía de los Ángeles es tan seguro como el patio de tu casa, si no es que más.
Mis días en Bahía de los Ángeles transcurren entre escribir los relatos anteriores y conversar con los locales, tanto gente en la pesca como miembros de las instituciones que protegen la vida marina de la región (la CONANP y ProNatura). No sucede nada “extremo”, si lo comparamos con el capítulo anterior, sólo un Dani conviviendo y aprendiendo lo más posible de sus nuevos amigos, un grupo de personas maravillosamente hospitalarias y a quienes recuerdo con mucho cariño, así que dejaré que las fotos hablen por mi.

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La vista desde el porche de la casa de Mari. No es difícil saber por qué me quedé tanto tiempo aquí.

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Playa "La Gringa", a unos kilómetros al sur de Bahía.

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Anochece en Bahía de los Ángeles. También visto desde la casa de Mari.

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Isla Coronado, una de tantas islas que son visibles desde la costa. Tengo entendido que ésta solía ser un volcán hace un par de años.

Una tarde me doy cuenta de que la gente me saluda cuando me ve por la calle, de que ya voy y visito gente a sus casas, que adopto la rutina de “bajar” (ir a la calle principal) cuando atardece para colgarse del Internet de la farmacia y tomar la cerveza vespertina, de que ya no me pierdo tanto cuando hablan de especies marinas, pero sobre todo, de que he adoptado el bronceado local, producto del uso diario de shorts y sandalias. Saco cuentas: llevo una semana y media en éste lugar. Creo que es hora de salir de aquí. Mi plan original de continuar hacia el sur por una ruta de terracería se ve cambiado por dos factores: la tendencia de mi rin trasero a quebrar rayos, y la tendencia de las víboras de salir en ésta época del año. Cristian, biólogo y conocedor de la fauna local que trabaja en ProNatura, me advierte que es en éste mes cuando las víboras bajan de los cerros a donde van a pasar el invierno, que esa zona está plagada de ellas y que salen a buscar comida al atardecer (que es cuando yo empiezo a buscar dónde dormir), además de que la terracería es muy agresiva, básicamente piedras sobre piedras. Así que aprovecho que Cristian tiene un asunto que atender en Guerrero Negro y mi bici y yo nos vamos con él, porque no se me antoja para nada volver sobre la carretera que ya recorrí. De esta manera, atrás queda Baja Norte, y comienza la segunda mitad de ésta gigante semi-isla:

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Donde gracias a mi querida colega Cristina Spinola (quien lleva más de dos años en el camino y a quien puedes seguir en www.solaenbici.com) me espera una familia que la hospedó a ella cuando pasó por aquí el año pasado. Comienza así una nueva etapa, “la parte bonita”, me dijeron varios en Baja Norte. Pero si ya quedé fascinado con todo lo que he visto, ¿qué me espera en lo que sigue?

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Uno de muchos murales en Guerrero Negro.