domingo, 25 de marzo de 2018

Huyendo del Sueño Americano (De Tucson, USA a Nogales, México. 22-24 Feb 2018)


Probablemente no importa saber cómo acabé en Tucson, pero la historia tiene que empezar de alguna manera. Había estado trabajando en un evento llamado Gem Show durante un par de meses, y habiéndose acabado el Show, era hora de volver a mi casa, en Hermosillo. Cuatro horas en carro, básicamente una línea recta con una línea fronteriza de por medio. Cuatro días en bici si uno sigue esa línea recta. Y eso está bien si uno tiene prisa. Pero yo no la tengo tanto. Así que trazo una línea para nada recta, que promete llevarme por los cerros antes de bajarme en casa.

Homeless and hungry

Mi ruta intenta como primer propósito evadir la carretera 15, la línea recta que mencioné arriba. Demasiado ruido. Además, del lado mexicano, demasiados tramos en reparación. Como segundo propósito, llevarme por un camino que ya conozco que desde hace rato quiero pedalear, y otro que no conozco que desde hace rato quiero explorar. Antes de agarrar camino para salir de Tucson voy a un mural que había visto y que dije que le tomaría foto antes de irme.

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En el camino ya para salir de la ciudad me detengo afuera de un restaurante para avisar por teléfono a mi familia que ya voy a empezar, y mientras estaba en eso, se me acerca una señora y me dice “Are you homeless? Are you hungry?”. Yo sonrío, aunque de hecho me estoy aguantando la carcajada. “No señora, acabo de tener un muy buen desayuno, y de hecho, hoy empiezo mi camino a casa”. Le explicó qué estuve haciendo las semanas anteriores y ella me cuenta que tiene 82 años de edad y que siempre ha vivido en Tucson. Me cuenta sobre los cambios que ha visto en la ciudad y en la gente, y me pregunta si me han tratado bien. Y de la nada, dice “Trump es un pendejo”. Aquí aprovecho para desahogar la carcajada. Le cuento que he conocido pura gente linda y que todo mundo se ha portado muy bien, al grado que me olvido que quien está en el poder, está en el poder. La señora me dice que me cuide y que me vaya bien, y me agarra las manos para darme algo. Son un par de dólares “Para que te compres comida para tu viaje”. Mientras pienso en la recién instalada horquilla nueva en mi bici por la cual pagué $120 dólares, le digo que no es necesario, pero ella ya está yéndose a su carro y no me queda más que decirle ‘muchas gracias’.

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La ciclovía me acompaña hasta las orillas de la ciudad y aún fuera de los límites de Tucson hay letreros que dicen “Comparte el camino”. Tucson, you are la onda. Mi plan hoy es subirme al Arizona Trail, un sendero que cruza Arizona desde la frontera con Utah hasta la frontera con México. No se permiten vehículos motorizados en este Trail, aunque tampoco estoy muy seguro de si sea posible hacerlo con una bici tan cargada como la mía. Ya en las orillas de la ciudad alcanzo a ver que los picos de las montañas cercanas tienen zonas de nieve. Parece que esta noche hará frío.

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El mentado Arizona Trail

Dejando Tucson atrás mi teléfono ya empieza a actuar raro y aunque descargué mapas, batallo para que me de mi ubicación actual. O sea, estoy reducido a prácticamente un mapa de papel pero con pantalla touch... Mientras dudo sobre qué dirección tomar un señor que salió a entrenar en su bici de ruta se detiene y me pregunta si necesito ayuda. Platicamos un ratillo y después de darme instrucciones él monta su bici, le agradezco por haberse detenido, y yo monto la mía. Doy vuelta en la siguiente desviación hacia el norte y pronto aparece un camino de terracería y lo que en inglés llaman “Trail head”, o sea, el fin de un camino “civilizado” y el inicio de un sendero. A la entrada hay recomendaciones de qué hacer en caso de encontrar un gato montés o un coyote, que yo me las leo pero espero no tener que recordarlas. Abro un cerco metálico, paso con la bici, y lo cierro.  Qué rico se siente el caucho de las llantas rodando sobre tierra, y qué rico el sonido que hace. Aparece un ejército de cactus, como para dejarme en claro por qué a esta zona la llaman Saguaro National Park.

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El sendero sigue una dirección generalizada hacia el este. Hermosillo está hacia el sur, así que supongo (espero, deseo) que eventualmente va a girar hacia la derecha para empezar a bajar. Hasta ahora el terreno no está mal. Un poco rocoso a ratos pero en general transitable sin problemas.

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Aquí se me ocurre aprovechar para tomarme una selfie. De esas que tanto me preguntan que si cómo las hago o que si quién me las toma. De esas que empecé a tomar porque mi familia decía que muy bonitos paisajes pero que si por qué no salía yo. Mamá, es que es difícil encontrar a alguien que me tome una foto cuando estoy en el monte. Así que pongo el tripié, saco la cámara, programo el temporizador, y avanzo, para luego hacer el mismo proceso pero inverso. Sobra decir que me siento un poco ridículo haciendo este cirquito, a pesar de que generalmente es en lugares donde no hay nadie para disfrutar el show. Excepto esta vez. Esta vez aparece una pareja de caminantes vestidos en ropa deportiva. Y en la selfie tres fotos arriba apareció un señor corredor, que me preguntó si estaba bien porque en un intento de disimular lo que estaba haciendo me puse a hacer como que checaba mi llanta de enfrente. Y en la selfie cruzando un arroyo que viene más abajo fui sorprendido in fraganti por otro ciclista. No vi a nadie el resto del tiempo, salvo cuando estaba tomando una foto de esas…

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El senderito requiere mucha de mi atención, sobre todo en aquellos tramos donde paso junto a los cactus más cerca de lo que me siento cómodo. La mayor parte del tiempo el sendero ni siquiera es más ancho que mi manubrio.

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Jamás en mi vida he practicado bici de montaña. Mis años de bici han girado básicamente a usarla de transporte, sea en la ciudad o fuera de ella. Pero a ratos pareciera que es precisamente mountain bike lo que estoy haciendo. Me gustaría decir que la bajada de la foto que sigue la hice sobre la bici. La verdad es que me bajé y caminé. En mi defensa puedo decir que de todos modos iba a tener que hacerlo, porque enfrente apareció un arroyo, demasiado profundo y arenoso para cruzarlo rodando.

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(Aquí es donde apareció el otro ciclista mientras tomaba esa foto)

La tarde cae y yo sólo quiero seguir avanzando, estoy como, “en la zona” o algo así. Establezco las 6.30 como la hora para empezar a buscar un lugar dónde acampar, pero llegan las 6.30 y me digo a mí mismo, “Sólo diez minutos más, ándale ¿sí?”. Afortunadamente soy muy disciplinado y tengo mucho autocontrol, así que me detengo justo donde estoy, dejo la bici en el suelo, y busco a mi alrededor un lugar lo suficientemente grande y plano para echar mi tendido.

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Con la desaparición del sol, la temperatura baja como si alguien hubiera apagado la calefacción. Después de un día de shorts y playera, me envuelvo en pantalón, calentadores de piernas, chamarra, guantes, y calcetas, suéter y gorro de lana. A pesar de la cercanía a la ciudad, se alcanzan a ver un montón de estrellas, y aunque la noche está muy bonita y todo eso, no tardo en meterme a la casita para cenar y leer a puerta cerrada. Eventualmente el sueño me visita y yo le digo que entre.

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Pero su visita no dura demasiado. El frío me despierta, particularmente el que siento en los pies. Me asomo al reloj con la esperanza de que falte poco para que amanezca, pero para mi decepción, es apenas pasadito de medianoche. He dormido qué, ¿como tres horas? Y bueno, del resto de la noche no hay mucho qué decir, basta con imaginarse a un Dani en posición fetal en medio del desierto, rotándose de un lado a otro al compás de los coyotes y los búhos, tratando de ignorar el frío para poder dormir y no lográndolo. Qué pasó por mi mente en todas esas horas, honestamente no lo sé, pero estoy seguro que no resolví nada importante por estar pensando “Pinshe Sol cómo te tardas”. Eventualmente mi casa se empieza a iluminar, y con ella mi esperanza de volver a sentir calor en mis pies.

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Salgo de la casita para encontrar mis botellas de agua congeladas, y una capita de escarcha sobre mi bici. En ese momento pensé, “Espero esta haya sido la noche más fría de mi viaje”, pero, spoiler alert, no lo sería. Me meto un par de frutas a la boca mientras recojo el changarro y pospongo el desayuno, con la intención de ponerme en movimiento lo más pronto posible y entrar en calor, mis pies duelen del frío. ¿Supongo es mejor que duelan a no sentirlos?

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A marcha forzada hacia la frontera

Me salgo del Arizona Trail por un camino de terracería, que eventualmente me lleva a la carretera pavimentada que va hacia Sonoita, luego Patagonia, y luego Nogales. Mi plan para el día es: 1. Dejar de sentir dolor en mis pies, 2. Llegar a Patagonia. En ese orden, si es posible. Lo primero lo logro alrededor de las 10 de la mañana, cuando al llegar a la carretera me descalzo y piso el pavimento tibio. Mientras me como un sándwich descubro que a medio metro de mi hay una jeringa usada. Cómo y por qué terminó ahí es un misterio para mí, pero se acabó aquello de andar descalzo.

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No tardo en volver a los shorts y playera. De hecho, poco tardo en estar sudando a chorros. Resulta que Sonoita está más alto que Tucson, así que todo el camino a Sonoita es ir de subida, no muy inclinada pero sí constante. A mediodía me llega el hambre, pero descubro que estoy sacándole la vuelta a las dos latas de atún que traigo en mi mochila. La sola idea de meterme otro sándwich de atún a la boca hace que se me quite el hambre. Creo que ha llegado el momento de cambiar de dieta. Así que continúo, con la meta de llegar a Sonoita y comerme un hamburguesón, de esos que saben hacer por estos rumbos.

Pero, oh decepción. Después de pedalear de subida toda la mañana, llego a Sonoita para darme cuenta de que básicamente es una estación de bomberos, una gasolinera, y dos tiendas. Ah, y carros de la Border Patrol que no dejan de pasar. Según Google maps hay una pizzería, pero que abre hasta dentro de una hora, y no pienso esperar. El mal humor formado dentro de mi vacío sistema digestivo ya ha subido a mi cabeza y me siento claramente molesto, me cago en las subidas que generalmente disfruto, y me pregunto cuándo dejaré de ir en ascenso. Anoche ya hizo suficiente frío, y si sigo ganando altitud, hará más. Entre berrinche y berrinche me echo unas semillas y unas zanahorias a la boca y una bolsa de papitas para aplazar el hambre, y continúo mi camino. Un señor muy alegre que llega a usar los baños me dice, “Es todo de bajada hasta Nogales”. La experiencia me ha enseñado que, por salud mental, es mejor desconfiar cuando personas no-ciclistas dicen que de Punto A a Punto B es pura bajada. Nada personal contra los conductores, pero no es lo mismo pisar un acelerador para ganarle a una subida, que ir pateando los pedales en el cambio más bajito después de que te dijeron “Es pura bajada”. El caso es que allá voy hacia el siguiente poblado, Patagonia, total, qué son 20 km más.

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Resultó que el señor del carro tenía razón. Salvo una subidita que me hizo volver a entrar en calor, el resto fue, efectivamente, bajada. Ciclado en la misma canción una y otra y otra vez, no me detuve hasta que vi aparecer Patagonia (Arizona, no la Argentina) frente a mí. He pasado innumerables veces por este pueblo, pero dentro de un carro, yendo o viniendo de Cd. Juárez con mi familia. Desde que mis piernas re-aprendieron a andar en bici por ahí de los 18 años, este camino me había atraído. Y ahora aquí estaba. Y también estaba un hambre horrible. Con mi cuerpo claramente funcionando en las reservas, me puse a buscar dónde comer. Específicamente, me puse a buscar dónde comer un hamburguesón, de esos que saben hacer por estos rumbos. Después de un par de vueltas a la placita central di con un lugar llamado Wagon Wheel Saloon, con la finta así de uno de esos barecillos que aparecen en las películas del viejo oeste. Estaciono mi bici afuera y entro, saludo a un par de personas en la barra, y me siento en una mesa desde donde puedo ver mi bici. La muchacha detrás de la barra viene y me entrega un menú. Hora de hacer valer los dos dólares que me regaló la señora al salir de Tucson. Pido una Budweiser y la hamburguesa más coshina que encontré en el menú. Mato los minutos de espera viendo las Olimpiadas de invierno, que consisten básicamente en un montón de deportes que jamás había visto en mi vida. Después de un rato, aparece ella. Qué visión tan hermosa verla venir hacia mí. Me pregunto si habré asustado a la mesera con mi cara de lujuriosa impaciencia desde que la vi salir de la cocina hasta que llegó a mi mesa. Exprimí el bote de mostaza sobre la carne y el de cátsup sobre las papas, y me sumergí en un océano de grasoso y frito placer, un espaciotiempo donde sólo mi hamburguesa y yo existíamos.

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Eventualmente termino de comer y me quedo ahí, suspendido en mi propio universo, o lo que comúnmente llamamos “el mal del cochi”. Mientras yo estoy en eso, veo por la ventana que se acerca un grupo como de diez personas. Algunos de ellos, antes de entrar, se detienen a ver mi bici y señalan partes específicas de mi bici, luego siguen a los demás y ocupan una mesa cerca de la mía. Después de un ratito, una de ellas se levanta y viene a mi mesa. “¿Esa es tu bici?”, me pregunta. “Yup”, digo yo, orgulloso. Me pregunta un poco sobre mi ruta pasada y futura, y cuando le digo que voy a México, me pregunta si puede acoplarse a mi ruta del lado mexicano por un par de días. Compañía en el viaje vendría bien, para variar. Ella me explica que está trabajando en Patagonia como guía en un campamento de ciclismo, pero que en un par de días estará libre. Intercambiamos contactos y acordamos vernos en Nogales, México, y luego me recomendó un lugar no muy lejos del pueblo donde se puede acampar. Después vuelve a su mesa, y yo a alistarme para buscar dicho lugar.

Mientras recojo mis cosas puedo verme tranquilo, como una persona normal conociendo a otra persona normal. Pero por dentro sé exactamente con quién acabo de hablar. Y no es una persona normal en absoluto. Yo he visto ese corte de cabello y esa cara aniñada en otro lugar. En la pantalla de mi computadora, para ser precisos. En 2016 quedó en 1er lugar en la TransAmerican Bike Race, al cruzar Estados Unidos de oeste a este en 18 días y 10 minutos, estableciendo el segundo mejor tiempo registrado desde la existencia de la carrera. Para ponerlo en perspectiva, esto le requirió pedalear un promedio de 380 kilómetros diarios, durmiendo de 3 a 5 horas por noche. Con esto en la cabeza, me despido del grupo con un casual movimiento de la mano, y monto mi bici para dirigirme hacia el lugar que Lael Wilcox me acaba de recomendar para acampar.

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El lugar donde paso la noche es la sección del Arizona Trail que pasa por Patagonia. Me meto un poquito dentro del sendero y encuentro un espacio lo suficientemente grande para mi casa y mi bici. Con el estómago tan lleno, bastaron unas cuantas páginas de lectura para quedarme dormido, de nuevo, con todas las capas de ropa que me es posible ponerme sin llegar a la sensación de estar dentro de una camisa de fuerza. Eventualmente me despierta el frío de nuevo. Miro el reloj y esta vez ni siquiera ha pasado de medianoche. Bueh, no tenía muchas ganas de dormir de todos modos. Me gusta estar tirado en el suelo sin hacer nada durante horas, esperando a que salga el sol. Paso la noche en una montaña rusa que sube y baja entre distintos estados del sueño, yendo desde el estar completamente despierto pero sin llegar al estar completamente dormido. A ratos hago abdominales con intención de calentarme un poco, pero no logro mucho, ni tampoco me salen cuadritos. El problema es de nuevo mis pies. ¿Qué ejercicios puedo hacer para calentar específicamente mis pies? Los restriego uno con el otro, los junto lo más que puedo con el resto de mi cuerpo, pero nada parece funcionar. Sólo están ahí, doliendo de frío.

De nuevo se le vence el plazo a la noche y le llega el turno al Sol. Me atrevo a salir del sleeping y abrir la puerta de la casita, para descubrir que estoy acampado justo detrás de un cerro, así que para acabarla, el Sol se va a tardar más de lo “normal” en salir. El suelo, las plantas y mi bici están cubiertos de agua en forma de polvito blanco, como de cristal molido. Las botellas que dejé afuera están duras como piedras.

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Mientras batallo por tener los dedos fríos para abrir los broches para desarmar la casa, una esquinita se ilumina por rayos directos de sol. Me paro donde pega pero apenas me alcanza a dar en la cara. “Corro” en mí mismo lugar para generar calor, luego vuelvo a lo de recoger el tendido. Cuando quito el techo impermeable descubro que una capa de hielo se generó por mi vapor exhalado durante la noche. Con razón no podía dormir, si por poquito y neva dentro de mi casa…

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Después de empacar vuelvo a pasar por Patagonia para retomar mi camino hacia Nogales. Son sólo 30km, incluyendo mi primer cruce fronterizo internacional en una bicicleta. Negocio un acuerdo con mi cuerpo: me llevas de aquí a Nogales con dos barritas y una naranja, y yo te doy todos los tacos que quieras cuando lleguemos. Requirió muy poca deliberación aceptar el trato. Mi estómago responde con un sonido afirmativo, así que pelo la naranja y abro las barritas para poder comérmelas mientras pedaleo.

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Me invade una mezcla de emoción y ansiedad, y avanzo apenas parando una vez para orinar. La hago de contrarreloj en lo plano, uso la estrella grande en las bajadas, y me paro sobre los pedales en las subidas. Una carrera contra mí mismo. El camino está plagado de Border Patrol, pero ninguno muestra particular interés en mi presencia. Otro ciclista, probablemente piensan. Además, va de norte a sur. Si se quiere ir del país, por nosotros mejor.

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Aparece Nogales, Arizona, y lo atravieso sin bajar el ritmo, sólo obligado a frenar por dos semáforos en rojo. Paso por un parque que me trae aquella memoria de mmi infancia, cuando yo tenía ocho años y mi familia y yo apenas llegábamos a vivir a Sonora desde Cd. Juárez. Mi mamá compró pollo y nos fuimos a ese parque a comer y después a jugar. Luego aparece el cruce de frontera. No soy carro, pero tampoco soy peatón, ¿por dónde cruzo? Me asomo al cruce peatonal y tiene unas torretas donde mi bici no va a caber, así que me acerco al cruce de carros. Le hago señas a un oficial y le pregunto si está bien cruzar por ahí con la bici. El oficial apenas mueve la cabeza en señal afirmativa casi sin desviar su mirada de los carros, y de repente ya estoy en México. Me detengo para asimilarlo y para agarrar un poco de aire, pero no tardo mucho en volver a poner el pie sobre el pedal. Una buena amiga me espera en esta ciudad, y probablemente debería avisarle que ya llegué. Pero primero, tengo una promesa que cumplirle a mi estómago…

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