jueves, 19 de abril de 2018

"Dani, mi casa, teléfono." (De Nogales a Hermosillo, Sonora. 3-7 Mar 2018)




(Este episodio es continuación inmediata de uno previo, que se puede leer en este link )

Un comienzo tarde. Por qué siempre empiezo tarde. Porque no me gusta madrugar, claro está. Y porque me gusta tomarme mi tiempo desayunando. Y luego empaco todo como si fuera la primera vez que voy a salir a la bici. Sumado eso a la confianza de que hoy sólo tengo que hacer 70 km. Sé que la carretera está en reparación, así que quizá tome un poquito más de tiempo de lo normal, pero aún así, 70 km son relativamente fáciles (cualquier distancia de menos de tres dígitos ya me parece relativamente fácil). Me despido de Ivethe y mi nuevo sobrino Óscar, quienes me dan instrucciones de cómo agarrar la salida sur de la ciudad. Hombre, apenas empieza uno a encariñarse con gente cuando ya se tiene que ir.

El caos de Nogales se termina pronto pero el caos carretero también inicia pronto. Mi día básicamente consistió en pasar de tener tramos de la carretera nueva para mi solito, a no tener ni siquiera por dónde circular.

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Una verdadera patada en el trasero. Mi progreso se ve constantemente interrumpido por tener que estar buscando por dónde seguir. Pero de todo el tramo Nogales – Hermosillo (unos 350 km), este fue el único que por más que busqué, no pude encontrar una ruta alternativa. Al menos hasta Ímuris, no hay otra opción que no sea la carretera 15. Así que, Dani, de nada te servirá seguir maldiciendo, tienes que avanzar.

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Esta carretera lleva siglos (sin exagerar) en reparación. Yo no la uso tan seguido y ya me tiene harto, así que no me imagino cómo estarán los que la usan con frecuencia. Y, por el estado en que se encuentra, no creo que la vayan a terminar pronto.

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Cerca de las 6pm aparece Ímuris en mi horizonte y yo no podría estar más contento. Contento de salirme de este camino, y contento de visitar amigos en La Mesa, un poblado cerca de Ímuris. Es en este momento que viene a mi memoria la información respecto al…digamos…“jefe”…local que me dieron mis amigos cuando supieron que iba a venir. Antes de desplazarme hacia La Mesa, confirmo en mis notas el nombre de dicha persona y los nombres de las personas a quienes voy a visitar, en caso de que alguien quiera saber qué negocio tengo por ahí. Los 10 km entre Ímuris y La Mesa los cubro en modo contrarreloj, pedaleando a toda velocidad y sin parar, cuyo momento más memorable fue haber pasado por un vado con agua corriente y haber salpicado todo al mi alrededor. En mi cabeza se tomó una foto muy bonita.

Paso dos noches en La Mesa, las horas yéndoseme entre platicar y escuchar historias, jugar con un gato bebé, y comer naranjas del árbol del patio y tortillas de maíz hechas a mano. Lleno de agradecimiento, con ropa lavada y ánimo por continuar mi camino (¡estoy cada vez más cerca de casa!), me despido y remonto la bici, con la mira puesta en llegar a Cucurpe y con escala en Magdalena de Kino. 60 km que espero no me tomen el tiempo ni el tedio que me tomaron los 70 que hice para llegar aquí.

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Llegar a Magdalena fue cuestión de menos de una hora, y al entrar a la ciudad fui invadido inmediatamente por montón de memorias. Yo viví aquí de los 8 a los 12 años de edad, lo que fue de 4to a 6to de primaria. Me dirijo al centro por una calle donde reconozco casas de amigos, de maestras, zonas de juegos, banquetas que marqué con la pintura de mi patineta, mi escuela primaria…y luego la plaza central, con su catedral que en este momento se encuentra tomada por escuelantes que posan para su foto de graduación, tal y como yo lo hice hace 17 años. Busco una sombra y me cuelgo de una red de wifi abierta, que uso para reportarme con los seres queridos y actualizarme en los últimos memes mientras me tomo un jugo y como unas galletas que en La Mesa me regalaron.

Como intencionalmente, la ruta de salida hacia Cucurpe me lleva a una última dosis de nostalgia: la casa en la que viví en mis años en Magdalena. Le han hecho ampliaciones, pero sigue intacto el terreno baldío de enseguida, donde jugábamos en un cerro de tierra, donde mi hermana se espinó con un choya, donde una vez casi provocamos un incendio por tanta yerba seca, donde había mil bichos que luego se querían meter a la casa, y desde donde le tirábamos piedras a los camiones que pasaban (sólo recuerdo haberle logrado dar a un tráiler, afortunadamente la distancia era suficiente como para que la mayoría de nuestras piedras ni siquiera llegaran al pavimento…).

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Salgo de Magdalena hacia Cucurpe y el camino se pone guapo inmediatamente. Los sahuaros extienden sus brazos hacia el cielo por todo el horizonte, y paso por la presa a donde el papá de uno de mis amigos nos llevaba a pescar. Me pasa la idea de entrar, hasta de pasar una noche por ahí, pero quizá para otra ocasión.

La carretera está en muy buenas condiciones y a pesar de que no tiene acotamiento, tampoco tiene demasiado tráfico, los carros me pasan espaciadamente y a su distancia.

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Llego a Cucurpe a las 3pm. Paso un rato frente al palacio municipal y visito la iglesia, que por cierto tiene montón de escalones y no tengo idea cómo suben los viejitos que tienen intenciones de ir a misa. En el palacio municipal pregunto por algún lugar dónde acampar, y la que parece ser la única persona en funciones a esa hora me indica un área verde que pasé justo al entrar al pueblo. “Ahí puedes poner tu casa, hay baños públicos, y nadie te va a molestar, la gente aquí es muy tranquila.” Aún es temprano, quedan varias horas de sol y podría seguir andando, pero decido pasar la tarde comiendo papitas y haciendo nada en general, sentado en una banca viendo cómo el sol cae. Aquí fue cuestión de dos renglones, pero en ese momento fueron cuatro horas hasta que decidí cambiar de actividad y hacer el tendido. Dentro de uno de los baños del área verde encuentro un enchufe operante que aunado a mi flojera de poner la casa de acampar me hace decidir hacer de ese baño mi casa por esta noche. Es lo suficientemente amplio para mi bici y yo, y estaba sorprendentemente limpio para ser un baño público (puntos para Cucurpe), así que aprovecho la existencia de electricidad para cargar mis aparatos y editar algunas de las fotos que he tomado recientemente hasta que me da sueño.

El día siguiente empieza temprano (¡por fin!). Recojo mi tendido, desayuno en la misma banca de ayer, y luego empiezo a andar. Hoy por fin entraré en una zona que desde hace más o menos un año he querido explorar, una ruta de Cucurpe hacia el sur que según google maps promete terracería y algunos pueblos que jamás había escuchado su nombre ni mucho menos visitado. A pesar de ser carretera de buen pavimento y poco tráfico, me alegro y sonrío cuando veo que aparece el camino que busco.

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Que no hace más que mejorar a cada pedaleada que voy, si yo sabía que por algo esta zona me llamaba. Empieza la característica melodía que hacen las llantas al rodar por tierra, y yo no podría estar en mejor lugar, ni en mejor tiempo. Hasta siento que la bici se desplaza solita por el terreno, como si algo me jalara hacia adelante, como cuando mueves un imán sobre una mesa con otro imán por debajo, excepto cuando me detengo a admirar mis alrededores y a tomar fotos, que es muchas veces. Y bueno, ¿cómo no se va a detener uno?

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Voy concentrado en mi pequeño universo, disfrutando cada curva, parándome sobre los pedales en cada subida, y atacando cada bajada como si mi bici no viniera con un montón de peso encima, hasta que después de una curva donde iba especialmente rápido, algo, o más bien álguienes, me hacen apretar los frenos en seco.

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Ahí están, y no se mueven, sólo me observan. Cinco pares de ojos (y de cuernos), todos orientados en mi dirección simultáneamente. Desmonto la bici, no quiero asustarlas y que salgan corriendo, porque estamos en un lugar donde tanto ellas como yo sólo nos podemos mover o para atrás o para adelante. Así que después de pedirles que sonrieran para mi foto, las paso caminando por el lado izquierdo del camino, mientras ellas impasibles sólo me siguen con la mirada, haciendo el eventual movimiento de cola, pero nada más. Una vez que las paso, remonto y me despido sonando mi campanita, que supongo es un idioma que ellas entienden. El paisaje ha cambiado del que había cuando empecé este camino de terracería. Ya no hay sahuaros sino árboles sin hojas, y la tierra es roja.

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Tuape aparece. Lo indica un letrero de concreto a un lado de un panteón, y detrás están una iglesia y una escuela que está en el receso del día, con niños jugando en el patio. Me estaciono bajo el letrero para comerme unas galletas y una fruta, mientras chismeo el panteón.

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No me detengo mucho tiempo. El camino me lleva a pasar cerca de la escuela y saludo con un buenas tardes a los niños y quien supongo es el maestro, pero apenas obtengo respuesta. Sigo mi camino y al llegar a una bifurcación pregunto a unas personas por la dirección correcta hacia Merésichic. “Sigue el río”, me dicen. Un poco más adelante efectivamente se ve el río, al fondo de un pequeño cañón.

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El camino de tierra compactada y lisa cambia por uno de arena y piedras pero muy pedaleable la mayor parte del tiempo. Claramente estoy en lo que sería el cauce del río en sus mejores días. Varias veces se vuelve necesario atravesar el agua, aunque al ser de poca profundidad la puedo cruzar pedaleando agarrando vuelito.

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Después de algunos kilómetros llego a un letrero de concreto como el de Tuape que anuncia que he llegado a Pueblo Viejo, se ve aún más pequeño, pero no me detengo y sólo sigo un poco más hasta que aparece otro letrero del mismo estilo, esta vez anunciando Merésichic (los locales lo pronuncian “Meresíshi”, con énfasis en la primera i).

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Son como las 3pm así que ya es hora de comer. Me aferré a traerme las dos latas de atún con las que salí desde Tucson pero también me aferro a hacer todo lo posible por no comerlas (¿Entonces pa’ qué las traes nomás paseando Dani?). Me acerco a dos personas, un joven y un señor, que están afuera de una casa viendo el motor de un carro y los saludo. El señor se acerca y me pregunta qué ando haciendo, yo le explico y luego le pregunto si sabe algún lugar por aquí donde vendan queso, que desde hace rato se me venía antojando un sándwich de queso con una salsita que traigo en algún lado de la alforja izquierda. El señor en vez de decirme a dónde ir me dice que él me invita a comer, y que pase a su casa. En el porche nos encontramos con su esposa, y el señor le pregunta si puede poner a hacer unas quesadillas. Nos acomodamos en la cocina y mientras el señor se rifa un café de talega, veo cómo la señora echa un montón de quesadillas al comal, por lo cual asumo que ellos también van a comer.

Pero no. Minutos después las pone todas en un plato y me lo pasa a mí. Yo le digo que son un montón pero ella dice que ellos ya comieron, así que no me queda más que echarme un clavado a la alberca de tortillas de harina con queso derretido y frijoles (Lo siento. De nuevo, no hay foto, pero son unas quesadillas, no cuesta mucho imaginárselas). Supongo que después de todo no eran tantas, porque me las comí todas al mismo tiempo que conversábamos. El señor es jubilado y trabajó muchos años en la construcción de caminos y carreteras en Sonora. Se conoce cada camino que le menciono que he recorrido dentro del estado, y me da información sobre otros que planeo conocer. También me confirma que, como yo lo pensaba, no es posible ir de Nogales a Ímuris por otro camino que no sea la Carretera 15. Nos despedimos después de casi dos horas de plática y yo les agradezco y los amenazo con regresar por más quesadillas con frijoles como excusa para volver a hacer este camino que tanto me está gustando.

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Con el tanque lleno y el entusiasmo de estar cada vez más cerca de casa, pedaleo con ganas y sólo me detengo para hablar con un señor a caballo que me platica sobre los ranchos de alrededor. Definitivamente tengo que volver y explorar más esta zona. Me toma poco tiempo llegar al siguiente poblado, Opodepe. Este lugar tiene finta de ser más grande que los anteriores, así que me meto a explorar tantito. Primero ruedo sin rumbo por calles angostas y luego le pregunto a un muchacho cómo llegar a la iglesia. Al llegar a ella noto que está cerrada pero creo que hasta ahorita es la que tiene la fachada más detallada.

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Después voy a la plaza y me encuentro con un mural que me gustó para una foto de la bici, y mientras saco la foto sale un señor de un edificio de gobierno quien se presenta y después de informarse de qué ando haciendo, me pregunta si necesito algo por el momento y me ofrece hospedaje para cuando quiera volver a pasar por ahí. Yep, definitivamente tengo que regresar.

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Saliendo de Opodepe el camino deteriora, y mucho. Al ser más traficado que el tramo anterior, está lleno de permanentes y mi bici y todo lo que ella carga rebota de un lado para otro, incluyendo mi trasero. Me faltan 30 km para llegar a Rayón, mi objetivo del día, y me quedan unas dos horas y media de luz. En un terreno en mejores condiciones eso no sería problema, pero aquí, donde todo brinca, cuesta mantenerse a 10 km por hora. Después de un rato puedo sentir una ligera comezón en una nalga, sensación que reconozco como una incipiente rozadura. Pero no quiero detenerme. Quiero llegar a Rayón antes de que se meta el sol porque aún debo buscar dónde pasaré la noche. Además, entre más pueda avanzar hoy, menos tendré que hacer mañana, y yo mañana quiero cenar en mi casa, después de más de dos meses fuera. Si llego a Rayón hoy, mañana sólo me quedarán 105 km hasta Hermosillo.

Llego a Rayón a las 7 pm, después de haber hecho 90 km desde Cucurpe. Estoy lleno de tierra, mis muslos se sienten pesados, la comezón en la nalga ha pasado a ser un pequeño ardor, y en general me siento bastante destruido, sobre todo por esos últimos 30 km. Yup, esos no se me antojan hacerlos de nuevo. Pero ya estoy aquí, hora de resolver el asunto ese de “dónde voy a pasar la noche”. Un muchacho en un expendio se acerca y me saca plática, y cuando le pregunto si hay oficinas municipales o policía para ir a preguntar por un lugar para acampar, me dice que lo espere para que haga una llamada. Minutos después vuelve y me dice que me puedo quedar en casa de su papá, que tiene una tienda y mucho patio. Sigo sus instrucciones y llego a una tienda, y al entrar me presento con quien supongo yo es el papá del muchacho del expendio. El señor atiende su negocio desde detrás de un escritorio y todos los que entran le hablan con familiaridad. Ya un poco más tarde cuando se despeja de gente es cuando empezamos a platicar en forma mientras él pone una cafetera y comemos pan dulce de cochito. Se presenta como Héctor, con él trabaja un muchacho joven, y me acabo de dar cuenta de que no recuerdo su nombre, así que lo llamaremos César. Cruzamos el patio invadido por gallinas y pichones y me ofrece un cuarto enseguida del de César. Mientras él y yo nos preparamos para dormir platicamos un poco sobre nuestras vidas. Ya que estamos acostados, oigo que César pone unos corridos en su celular. Uno de ellos empieza con un tipo amenazando a otro para que “retire a su gente” o le va a desaparecer hasta a sus mascotas. Definitivamente no es ninguna canción de cuna y no estoy seguro de que sea buena idea que esa sea la última información que llega al cerebro antes de dormirse. Cuando se termina la canción César me dice “Qué pesado está el X, ¿vedá?” (No repetiré el nombre por no hacer promoción), yo no tengo idea de quién está hablando, aunque asumo que es el personaje de la canción que se acaba de terminar. Le digo que no sé quién es el X, y él me explica que es un narco de no sé qué parte de México. Yo respondo con algo que suena como un mugido y no pregunto más, la verdad es que sólo quiero dormir pero no logro acomodarme y cada vez que me muevo, la base de la cama hace un ruido que me vuelve a despertar.

Muy temprano suena una alarma viviente, un gallo que suena como si estuviera parado encima de mí gritándome a la cara. César se despierta y empieza a hablar como yo le hablo a mis perritas, resulta que el gallo vive dentro de su cuarto, le pide que se calle y se vuelve a quedar dormido. Yo logro dormir un poco más pero después ya no es solamente ese gallo el que canta sino todas las aves que viven en el patio, y no queda más que levantarse. Mientras nos alistamos se escucha de nuevo el corrido que cerró el día anterior, linda manera de empezar el día. César sale de su cuarto ya vestido con el gallo alarma en sus manos. Me explica que era un gallo de peleas que le compró a un amigo cuando el gallito se quebró una pata en una pelea y ahora él lo quiere tener para crianza. Tiene nombre y cuando César lo dice en voz alta, el gallito reacciona con cacaraqueo y volteando a todos lados. Salimos hacia la tienda donde Don Héctor ya tiene una cafetera sobre la estufa y una bolsa de pan dulce, y desayunamos mientras me hace una oferta de trabajo que no puedo revelar por ahora pero que juro que es 100% legal (“Si Dani no va al trabajo, el trabajo va a Dani.”)

A las 10 am me despido y empiezo lo que debería ser mi último día de pedaleo, el día en que vuelvo a casa después de dos meses fuera (¿cuántas veces he dicho eso?). 50 km desde Rayón a San Miguel de Horcasitas con un trecho de terracería, y 60 de ahí a Hermosillo, todo pavimentado. El trayecto empieza con un tramo pavimentado y casi sin tráfico.

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Y después de un rato hay que dar vuelta a la derecha y tomar un camino de terracería que me dijeron que está mejor que el último tramo de ayer y que espero sea verdad, porque la rozadura disminuyó con el baño y durante la noche, pero aún está sensible.

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El camino está bien bonito, aunque no entiendo por qué hay tantas subidas si se supone que Hermosillo está a menos altitud que Rayón. Esto empeora la ansiedad que ya de por sí siento por llegar a casa, que no la había sentido sino hasta que recordé que ya estaba cerca de casa. Entre más cerca, más ansioso por llegar. Intento ir más rápido pero me doy cuenta de que aún no me he recuperado de la jornada de ayer, y simplemente no estoy rindiendo. Las subiditas me cuestan más y me hacen maldecir en voz alta, alternando con “¡Qué bonito!” cuando veo algo, pues, bonito.

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Cuando tienes una distancia de 60 km por delante, y vas a 20 por hora, calculas que llegarás en tres horas. Una hora después te faltan 40 km, pero por cualquier razón, ahora tu velocidad es de 10 por hora. O sea que, ahora estás a 4 horas de tu destino. O sea que, ahora estás más lejos que lo que estabas cuando empezaste. Ahora, si insertas ese pensamiento en la cabeza de un tipo agotado, que ya quiere llegar a casa pero ahora la ve más lejos que al inicio del día, y que aparte de todo, tiene una rozadura en la nalga, quizá se pueda uno imaginar mi situación emocional. Con un camino que no deja de ascender (al menos para mi impresión) y que por lo tanto no me deja retomar velocidad, llegar a San Miguel de Horcasitas parece tomarme todo el día.

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Llegando al pueblo me estaciono frente a la iglesia y me echo una siesta tirado en el suelo. Debería estarme moviendo. Son las 2 pm y aunque el resto del camino es pavimentado, todavía me faltan 60 km hasta Hermosillo. Para autoanimarme un poco, me dirijo a la tienda donde veo que un señor estaciona su caballo, compra una soda de tres litros, y luego cruza la plaza de nuevo con su soda en mano y su caballo haciendo el clak-clak de las herraduras sobre la calle. Me compro unas papitas y un clamato y se dan las 3 de la tarde. Debería estarme moviendo. Me forzo a mí mismo a remontar y agarrar camino pero se siente parecido a cuando ya estás lleno y por cualquier razón tienes que seguir comiendo: empezó como una actividad placentera y deseada, pero ahora quieres parar, o sabes que vas a vomitar. Eventualmente paso un cúmulo de casas con un expendio y en mi distracción no me doy cuenta de que hay un tope. Mi bici lo brinca como puede pero unos metros más adelante percibo esa sensación pesada que conozco más que bien. Me detengo y miro la llanta de atrás para confirmar que me ponché, probablemente por la manera brusca en que pasé el tope. Justo lo que me faltaba, una descompostura. Una descompostura que en ocasiones pasadas para evitar llegar demasiado tarde al trabajo he podido arreglar en diez minutos. Pero aquí, fue igual que si se me hubiera partido la bici en dos. Pondero mis opciones. La más obvia es, por supuesto, parchar la llanta. Pero si no estoy de ánimos de pedalear, mucho menos lo voy a estar de quitar toooooooodo de encima de la bici, buscar el agujero, buscar qué lo causó, parchar el agujero, y luego hacer todo el proceso inverso. Intento pedir raite durante quince minutos, pero pasan pocas trocas y de las que pasan ninguna se detiene. Son casi las 5 de la tarde y el sol claramente ya está cayendo. Aún a 30 km de la ciudad, no hay manera de que llegue pedaleando a casa antes de que oscurezca. Así que camino con mi bici lisiada al expendio, donde atiende un muchacho que se entretiene en su teléfono. Le presento mi situación y le pregunto si puedo hacer una llamada, porque mi celular, que ya venía fallando desde antes, ahora simplemente ha dejado de registrar señal. Marco el número mágico, el único que no debes nunca jamás olvidar. El número que conecta con la más grande sensación de seguridad, con el refugio de todo lo extraño del mundo exterior. Un par de tonos después contesta una voz más que familiar, que mi cerebro asocia con el rostro que me propuse vería hoy y con el que iría a cenar algo que a los dos nos guste. Al oír su voz, siento cómo mi barba desaparece, me vuelve a crecer cabello, me vuelvo más bajito, se me aclara la piel, me enflaca el cuerpo, se me disminuyen las ojeras, y se agudiza mi voz en el momento preciso en que la uso para decir, “Hola mamá, ¿puedes venir por mí?”.

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Ruta realizada en este relato:

martes, 3 de abril de 2018

Historias cortas del camino ep. III: El ciclista traficante


Preludio

En Patagonia, Arizona, conocí a un grupo de ciclistas que mostraron interés en rodar del lado mexicano de la frontera. Mi teoría es que les daba miedo venir solitos, entonces decidieron acoplarse a un nativo asumiendo que les otorgaría inmunidad a las balas. Nunca se los pregunté, y espero no sepan español para que no puedan leer esto. El caso es que me di a la tarea de trazar una ruta, donde pudiéramos rodar un día saliendo de Nogales, acampar, y volver a Nogales al día siguiente. Es así que cuatro de ellos (Rue, Lael, Benedict, y Nam) y yo rodamos hacia Santa Cruz, Sonora, por un camino que va más o menos paralelo a la frontera. En su punto más cercano la barda está a la vista y basta caminar unos cuantos pasos para tenerla al alcance de la mano. Más adelante en mi ruta conocí a alguien quien me contó la historia que a continuación reproduzco. Las fotos corresponden a la rodada que hice con esas personas que menciono arriba.

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Esta es una historia real. El que me la contó me dijo que era real, que se la había contado alguien que le había dicho que era real. Alguien a quien se la había contado alguien que le había dicho que era real, en algún curso donde preparaban a los aduaneros en el arte de la detección y prevención del cruce de objetos no permitidos entre fronteras. Así que con el respeto que se merece, yo le digo a Usted, que dejó de hacer quién sabe qué para leer este relato, que esta es una historia real.

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En algún momento de los ajetreados 90’s, esa década que todos recordamos con mucho cariño, había un señor de Nogales, Arizona, que todos los días cruzaba hacia Nogales, Sonora. Bici de carreras, ropa deportiva pegadita, casco. Todo el kit pues. Saludaba a los migras al entrar a México, cruzaba el Nogales mexicano, y al llegar a la orilla de la ciudad, daba vuelta en U y regresaba al Nogales gringo.

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Al momento de cruzar de regreso a su país le hacen la pregunta clásica, aquella que seguramente a muchos de nosotros nos han hecho: “¿Algo que declarar?”. “¡Marihuana!”, le dice el señor al oficial. El oficial se ríe, y le hace señal de que pase. Como el señor es muy disciplinado para su rutina de ejercicio, este acto se repite incontables veces, las suficientes como para que los oficiales se familiarizaran con la presencia del ciclista, y la respuesta a la pregunta “¿Algo que declarar?” pasa también a ser un acto rutinario, como el “Buenos días” automatizado del compañero de oficina.

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El caso es que un día llega a la línea fronteriza un oficial nuevo, un “rookie”, les dicen en inglés. El destino quiso que el ciclista decidiera cruzar por la línea donde precisamente el Rookie se estrenaba como preventor del tráfico de ilegalidades. “¿Algo que declarar?”, pregunta rutinariamente el Rookie. “¡Marihuana!”, responde, también rutinariamente, el ciclista. Me imagino que el Rookie ha de haber hecho una cara de “WTF?”. El oficial novato le pide entonces al ciclista experimentado que le muestre la mochila que trae colgada en la espalda.

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En qué momento el ciclista pasó a traer una mochila, nadie lo sabe. Los oficiales veteranos dejaron de prestarle atención, probablemente hasta dejó de darles risa lo que el ciclista declaraba traer consigo. No sé quién se habrá sorprendido más, si el ciclista cuando le piden que muestre la mochila, o el oficial cuando la abre y se da cuenta de que, efectivamente, en la mochila hay marihuana. Y no la que uno cargaría para el toquecín matutino, no, sino paquetes, “ladrillos”.

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El ciclista es detenido y llevado a juicio. El Rookie da cuenta de los hechos, probablemente emocionado de haber hecho su primera detección, y probablemente también ya planeando el discurso que daría al momento de recibir el premio del novato del año.

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Llega el turno al ciclista de presentar su defensa. Me dijeron que no había solicitado a un abogado. El juez está listo para declararlo culpable, dejar caer el martillito, quitarse su peluca victoriana y largarse a su casa. O sea, la evidencia ahí está, y había sido atrapado infraganti, ¿qué más se podía hacer? El ciclista habla:

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- Desde el primer día que empecé a entrenar los oficiales me preguntaron que si tenía algo que declarar, y yo efectivamente tenía algo que declarar, y se los dije. Marihuana. Claramente les dije lo que traía, y ellos sólo se rieron. Primero uno, luego el otro, hasta que todos habían escuchado mi declaración, y todos se habían reído de ella. Cada vez que se me preguntó, yo respondí. Estoy consciente de que lo que hice es contra la ley, pero en todo caso, los oficiales que me dejaron pasar aun sabiendo lo que yo traía conmigo tendrían que ser considerados cómplices.

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El que me contó la historia me dijo que le dijeron, y ahora, con el respeto que se merece, yo le digo a Usted, que dejó de hacer quién sabe qué para leer este relato, que al ciclista lo dejaron irse. Y hasta le devolvieron la bicicleta. Por cuánto tiempo hizo lo que hizo­, cuántas veces lo hizo, y cuánto dinero sacó de ello, permanecen como preguntas sin responder. Tampoco se sabe qué fue del ciclista. Dicen unos que cambió de ruta. Dicen otros que hasta cambió de deporte. Lo que sí queda claro, es que los oficiales fronterizos jamás volvieron a ver al señor ciclista que hacía ejercicio cruzando del Nogales gringo al Nogales mexicano.

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