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lunes, 14 de marzo de 2016

A través del Desierto de Altar (Puerto Peñasco a San Luis Río Colorado, 6-12 de marzo)

Día 7 – Visita (¿fallida?) a El Pinacate (112 km)

El plan consistía en visitar el mítico lugar de los cráteres y pasar una noche ahí. Al no haber puntos de suplemento dentro del Parque, me cargo con agua y comida para dos días. Aviso a la familia de Peñasco que hoy duermo fuera y mañana vuelvo para pasar una noche y después continuar hacia el oeste (mi ruta me exige volver a Puerto Peñasco para seguir mi camino).


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La ruta es corta, poco más de 50 km, por lo cual voy tranquilo y me entretengo con todo. Después de tomar la foto anterior me doy cuenta de que hay una bolita en la llanta de mi bici. El desierto empieza a desplegar su artillería, atacando a las llantas y a mis piernas. Afortunadamente ninguno de los dos nos ponchamos, y seguimos el camino.

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Al tomar la desviación hacia la entrada a El Pinacate ya no hay nadita de tráfico, y a lo lejos se divisa lo que creo es parte del complejo volcánico.

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De nuevo tengo un camino para mí solo, y con ello la oportunidad para tontear con la cámara.

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Me siento feliz de estar aquí, avanzo fácilmente y me detengo ante cualquier cosa que llama mi atención: una planta, un letrero de “Cruce peatonal de lobos”, la lava disecada, ignorando por completo las condiciones opuestas que me esperan en las próximas horas. Eso me pasa por no poner atención en la clase de Adivinación.

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Llego a la entrada al Parque, donde recibo la mala noticia: no está admitida la entrada en bicicleta, solamente en automóvil, ya que no hay condiciones adecuadas para bicis.
-Pero, pero...¿qué no tienen una ciclopista adentro?
-Si, pero para llegar a ella hay que meter la bici en carro y llevarla hasta el lugar. (Usted, lector@, es libre de imaginar qué cara hice al escuchar esto...)
-No me asusta un poco de terracería, y tengo provisiones para dos días (y sin malpasarme).

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Nop. No se puede. Me comparan con una motocicleta. Como si el desgaste del suelo causado por una moto fuera mínimamente similar al que causa una bici. Decido esperar, a ver si algún auto que venga de visita tiene espacio para mí y al menos poder entrar así. Mientras espero, consumo los alimentos de mediodía, y tras un rato me doy cuenta de que no estoy solo.

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Se llega la hora límite para entrar al Parque y ningún carro llegó. Intento despedirme de mi nuevo amigo pero ya ni él está, probablemente decidió terminar nuestra corta amistad porque no le di de mis burritos (juro que hay una razón científica para no hacerlo, no nomás por comesolo). Monto a la bici y empiezo a pedalear de regreso a Puerto Peñasco con la intención de ir rápido para no dejar que la tristeza me alcance. Desafortunadamente había un viento viniendo de la costa que se encargó de que sí lo hiciera.

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Día 8 – A través del desierto en un caballo sin nombre (100 km)

250 kilómetros me separan de San Luis Río Colorado, el último punto antes de brincar a Baja California, y donde ya tengo un contacto para visitar. El plan es hacer 150 km hasta Golfo de Santa Clara en un día, y 100 km de ahí a San Luis en otro. El primer día tendría que esforzarme un poco más de lo normal, pero me parece posible porque he hecho distancias similares antes. Ayer tenía el viento de frente al volver a Peñasco viniendo desde el norte, así que si hoy sigue igual debería al menos no estar de frente siendo que yo voy al oeste. Lógico, ¿no?

Pues no. El viento decide soplar desde el oeste-norte, justo la dirección en la que planeo dirigirme los próximos dos días. Tras despedirme de las maravillosas personas que me adoptaron por los días pasados, empiezo mi camino, tratando de apurarme siendo que tengo una larga distancia que cubrir este día. Pero siempre hay algo que me distrae.

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Mi paso apresurado dura poco, y de todos modos poco valía la pena el esfuerzo. Me cuesta mantenerme en los 15 km/h, y no habiendo un cerro a la vista, el viento hace conmigo lo que quiere. El cielo comienza a cubrirse de nubes que toman un color rosado claro, algo que nunca había visto en mi vida.

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Llega la hora de comer y calmo mi frustración con una comida de lujo: un coctel de camarón que la Tía Luly me dio antes de irme. Me siento en el suelo y pronto estoy cubriéndome de arena. Oh sí, el viento. Me pongo de espaldas a él para que no le entre tierra a mi coctel. Al terminar doy un trago a mi botella de agua y además de agua tomo de la arena que se acumuló en el chupón. Ahí va mi porción de minerales del día.

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Retomo mi camino, intentando no poner atención al velocímetro, y concentrándome en la canción que oigo y en lo que me rodea. Un letrero me hace soltar una carcajada que el viento rápidamente se lleva lejos de ahí:

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Es bueno saber que alguien tiene bien en claro sus convicciones, porque las mías por lo pronto flaquean, al no estar muy seguro de qué estoy haciendo ni por qué. Las horas transcurren y mi progreso es poco, la frustración de tener que cubrir la distancia que me había propuesto da paso a la resignación de aceptar que por más que lo intente eso no sucederá, no al menos este día. Es sólo entonces que empiezo a ser realmente consciente del lugar en el que me encuentro, y hasta podría decir que comienzo a disfrutarlo. El cielo ha terminado de cubrirse de algodón de azúcar, y la arena reclama el lugar que el pavimento le quitó.

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Caen unas cuantas gotas de agua y por si las dudas me detengo a sacar mi impermeable, que por supuesto es lo que más escondido está en mis mochilas, ya que yo tenía entendido que por acá no llovía. Y aunque a lo lejos si se ve que está lloviendo, a mí nunca me llega. El sol empieza a ocultarse y con ello mi jornada del día debe terminar. He cubierto 98 km este día y me tienta el completar los 100, pero a mi lado hay una duna lo suficientemente grande como para servirme de escondite, así que ahí decido parar. Me despojo de reflectores que pudieran delatar mis movimientos y tras asegurarme de que no viene carro alguno, me adentro en el desierto para buscar lo que será mi hogar de la noche. Mis nuevos vecinos se divierten viéndome batallar, ya que el viento no cede y me hace tener que ponerle peso encima a mi casa de acampar para que no se vuele mientras la instalo. Una vez dentro, ceno un sándwich de atún y duermo casi de corrido, excepto por la vez en que unos ruidos me hicieron ponerme alerta y que el frío me hizo ponerme ropa en la madrugada.

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Día 9 – “No eres tú contra la naturaleza, eres tú en la naturaleza” (60 km + un camión)


La mañana llega y sin salir de mi sleeping me asomo a ver qué novedad hay afuera. Nop, el viento sigue ahí. Me enfoco en lo bonito del amanecer para no pensar en ello por un rato.


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Al salir encuentro rastros de los que tenían la fiesta anoche. Con el frío que hizo no iba ni aunque me hubieran invitado. Recojo mi changarro, y salgo a la carretera de nuevo.



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Intento empezar de cero con el viento, pero no me lo pone fácil. Lleva 24 horas sonando sin parar en mis oídos, y por más que le subo a la música, se sigue oyendo. En un momento hasta me arranca el audífono del oído. Me he acabado el agua de mis botellas y las relleno del contenedor de seis litros, pero primero se quería llevar la botella vacía, y una vez que la apreté entre mis pies, ahora se quería llevar el chorro y me hace tirar agua, que aunque fue poca de todos modos me frustra el verla desaparecer en la arena sin dejar rastro.

Un letrero me avisa que estoy entrando a la segunda Reserva de la biósfera en este viaje.





Mi ánimo se levanta un poquito por esto, y hasta veo un corazón en el cielo.






Sin embargo, mi enamoramiento acaba cuando El Viento (ahora con mayúsculas, ya que fue en este momento que empecé a insultarle hablarle directamente) incrementa y batallo para mantener los 8 km/h. ¡Ahora extraño los 15 de ayer! La ventaja es que a ese ritmo uno tiene tiempo de admirar a detalle el paisaje que te rodea.



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En una sección decido caminar y comparo mi velocidad a pie versus en bici: 3 kilómetros por hora de diferencia. Seguro no me atrasará mucho si me detengo a tomar una selfie.



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En un momento poco después de mediodía oigo un pequeño sonido metálico proveniente de la llanta trasera. Aunque de bajo volumen, es bien reconocible para quien pasa un considerable tiempo de su vida sobre una bicicleta. Me bajo y confirmo mi sospecha: se ha roto un rayo. En la ciudad no es un problema que te impida volver a casa. Pero bajo el peso de una bici cargada, desatender un rayo puede llevar a que los demás paguen por la tensión que este ha dejado de soportar y empiecen a romperse también. Así que a reparar se ha dicho. Bueno, de todos modos ya era hora de comer. Todo lo que pongo en el suelo se llena de arena en poco tiempo. Mi situación me recuerda a un cuento de Ray Bradbury donde los personajes llegan a un planeta donde siempre, siempre, siempre llueve, y todas sus acciones están en función de la permanente presencia de lluvia (pueden leerlo aquí: Ray Bradbury - La larga lluvia )



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El Golfo de Santa Clara no debía estar demasiado lejos. Ansiaba llegar ahí y disfrutar de un momento de paz fuera del Viento, resguardado tras alguna pared. Entonces, frente a mis ojos, la tierra se abre.



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Conforme avanzo el cañón se acerca más y más a la carretera.



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Hasta que aparece frente a mí una bajada que me lleva hacia la costa, con hipnotizantes formaciones geológicas a ambos lados.



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Llego por fin al Golfo de Santa Clara en el doble del tiempo que esperaba. Aún a 100 km de San Luis, decido que he tenido suficiente, que tras dos días y medio no se me antoja para nada pasar ni un solo día más bajo los abanicos del mundo, y que buscaré algún transporte que me saque de aquí, de donde de todos modos lo primero que me dicen al llegar es “ten cuidado con los malandrines”. No es que no haya escuchado esto antes de muchos otros lugares. Es sólo que no estaba en ánimos de escucharlo. Llego a la farmacia de donde salen los camiones hacia San Luis y mientras espero, convivo con un par de personas. Uno de ellos es un policía federal, quien se me acerca y me dice que a él también le gusta viajar, pero en su carro.

-Hace poco fui a Coahuila, es muy bonito. Pero los policías son muy cabrones por allá.
Yo me fijo en su placa, confundido por lo que acabo de escuchar. ¿No estoy hablando con un policía? Y le pregunto:
-¿Cabrones cómo?
-Sí, nomás están viendo a quien sacarle dinero, y no te dejan circular en paz.
En eso se despide y vuelve con su compañero, quien interroga a un muchacho con finta de que trabaja en una pescadería, y a quien han sorprendido sin licencia ni documentos vehiculares. Supongo que lo que me dijo de los policías lo dice por experiencia...

Yo me siento en el suelo a comer, y mientras acomodo las cosas, una mano entra en mi campo visual. Agarra mi botella de salsa y la levanta. Yo pensé que se la iba a llevar pero al subir la mirada veo a un hombre delgado, de unos 50 años, que vuelve a poner la salsa en el suelo y se ríe. Me río con él y mientras pienso ofrecerle de lo que voy a comer el hombre me dice “¡Te quiero!” y se va sin dejar de sonreír y cantando. Quién era, por qué lo dijo, y qué llevaba en la bolsa de plástico que traía en la mano, son preguntas que Usted, lector@, puede usar como excusa para agregarle un poco de imaginación a su día.

Esa misma noche llego vía autobús a San Luis Río Colorado, ahorrándome otros 100 km bajo un viento que no da tregua, donde me espera Grecia, y donde paso algunos días conviviendo y disfrutando de su compañía y la de su familia, viendo lo que hay en esta ciudad fronteriza. Como un señor compartiendo sus tortillas con las palomas y después tomando una siesta, por ejemplo.

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Grecia es entrenadora deportiva y planea viajar en bicicleta llevando una dieta crudivegana, de la cual espero haga un reporte porque sería una contribución valiosa tanto para el veganismo como para el ciclismo.


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Llegado el día 13 de haber salido de casa y cargado de buena energía gracias a mi familia adoptiva, monto mi bici de nuevo para irme a Mexicali, y con ello, entrar a un nuevo estado de la república Mexicana para empezar un nuevo capítulo del viaje. Adiós Sonora, ¡hola Baja California!



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