Tras despedirme de Sammy y Diana en la meritita línea fronteriza en Tijuana, parto hacia el sur. Mi siguiente destino: Ensenada. Después de recorrer un poco la carretera libre que inicia en Playas de Tijuana y va pegada a la costa, me aburro del tráfico y del avanzar irregular provocado por altos y del nerviosismo que causa una carretera sin acotamiento, así que en una oportunidad me subo a la carretera de cuota, conocida como la Carretera Escénica. El trayecto de alrededor de 100 km transcurre sin mucha novedad, excepto un pequeño detalle: en la Carretera Escénica no están permitidas las bicicletas. Sólo que yo no sabía, y al parecer tampoco lo sabían los dos policías de caminos que me topé en dos puntos distintos del trayecto. Así que durante 90 kilómetros yo disfruto de un acotamiento del tamaño de un carril y que tengo para mi solito, preguntándome qué hacen esas personas andando en bici por la libre, tan traficada y sin acotamiento, teniendo esto acá. Me entero de la razón horas después, a unos 10 km de la caseta para entrar a Ensenada, cuando una troca con logotipos de la SCT se detiene frente a mí y me hace señas. El hombre me pregunta que si sé que no puedo circular por aquí, a lo cual yo respondo que no, y me dice que no puede dejarme seguir, que echemos mi bici a la troca para que me fuera a dejar a la caseta, a lo cual yo respondo que con mucho gusto (en el camino nos detuvimos a quitar un trozo de llanta de en medio del camino. La comparación es inevitable). La Carretera Escénica es un lindo paseo, pero yo ya había visto lo que había que ver, además de estar demasiado poblada para mi gusto. De hecho sólo tengo una foto de este trayecto y es muy mala, así que mejor pondré una de Sammy y yo en la esquina donde inicia este país:
En Ensenada me veo con Zindy, quien dentro de todas sus actividades se las arregla para hacer el tiempo para aburrirse con mis fotos de viaje y al enterarse de que pasaría por aquí, se ofrece como mi embajadora personal, y de aquí sale una amistad que sobrevive hasta la publicación de este relato.
Mi estancia en Ensenada transcurre entre días de trabajar en el relato anterior (que si no has leído puedes hacerlo dando click aquí) y paseos por la ciudad y sus alrededores, a veces con Zindy, y a veces con Andrés, amigo a quien conocí en Hermosillo y que vive acá (cuando no anda por el mundo haciendo cosas de Física o corriendo ultramaratones). Un día deja su tesis doctoral por un ratito para irnos a recorrer la Ruta del Vino en las bicis.
Sólo que no probamos nada de vino. Nuestra situación económica nos deja para apenas un par de cervezas que tomamos en el descanso que hicimos durante esta ruta de 95 km.
Pedaleamos entre colinas cubiertas de verde, mientras ‘Strawberry fields’ suena en mi cabeza.
Ensenada es chévere, un pequeño paraíso para quien gusta de actividades al aire libre, pero también de la vida nocturna. Hay distintos grupos de ciclismo, de los cuales yo rodé con Pro Ciclo Va y las Ladies Night Bike Ride.
Además de montón de caminos y senderos para andar a pie o en bici, como El Mirador:
La playa Los Arbolitos:
O el rancho El Salto:
Estas cosas y otras más que me faltaron conocer en los días que paso aquí me hacen considerar a Ensenada un buen prospecto como lugar para vivir. Pero eso sería para después, yo por ahora debo despedirme de esta ciudad y de las personas que conocí ahí para continuar mi camino.
Tras salir de Ensenada, la carretera Transpeninsular me exige usar todas las técnicas de supervivencia en tráfico motorizado que conozco y me tensa todos los músculos. A ratos (muy cortos) tiene acotamiento, pero la mayor parte del tiempo no tiene y se ve así:
Ahora, imagina un tráiler doble remolque en cada carril...Cualquiera que haya sido el paisaje, yo no me acuerdo. Vehículos desde carritos hasta trailers doble remolque comparten esta carretera de un solo carril a cada lado y, aunque debo mencionar que todos se portan muy bien (y he escuchado la misma opinión de otros ciclistas. Felicidades y gracias, conductores de Baja), aún así me es de lo más estresante el circular por aquí y venir checando el tráfico, he ahí el por qué no veo nada de paisaje. Mi mente se enfoca en una cosa: si viene un solo vehículo, en el sentido que sea, no pasa nada (si viene de atrás me puede rebasar y si viene de frente sólo debe mantener su curso). El problema es cuando viene uno en cada sentido. Entonces, por seguridad de todos, decido salirme del camino para permitir que ambos pasen sin necesidad de maniobrar. Lo mismo en las varias curvas, donde no es posible ver si viene alguien o no. Y con este nada divertido juego se pasan los dos días que me toma cubrir la distancia entre Ensenada y Vicente Guerrero (170 km), separados sólo por una noche acampando a un lado de la carretera, en un mini cañón que no estaba nada mal.
En Vicente Guerrero, que es parte del Valle de San Quintín, me veo con Carmelita e Israel, una pareja a la que contacté por medio de Couchsurfing. Mis dos días anteriores valen la pena al ver la cena que nos espera:
Una de las hijas de ellos, Naara, tiene junto con su esposo Aarón un restaurante llamado ‘Los Jardines’, donde hacen cocina italiana y donde se me antoja para pedirle matrimonio a la primera que se deje en cuanto se me quite esto de andarme paseando en bici por todos lados.
Antes de llegar aquí descubrí que mi parrilla frontal estaba rota de una soldadura, así que aprovecho para buscar dónde arreglarla. La parrilla es de aluminio y no es tan fácil encontrar quien maneje este tipo de soldadura (es una buena razón para usar parrillas de acero, pero también son más caras), afortunadamente encontré un taller mecánico donde tenían el equipo y me la arreglaron por 30 pesos, además de darme la bendición para mi viaje.
Mi estancia programada de dos noches se prolonga por la invitación al festejo de cumpleaños de Alex, hijo de Carmelita e Israel, y a su invitación agregan el argumento de que esta pronosticada lluvia para esos tres días de fin de semana. Yo dije que sí en cuanto escuché las palabras ‘habrá ceviche’, aunque lo de la lluvia se cumple y yo estoy feliz de estar bajo un techo más fuerte que la lona de mi casa de campaña.
Me despido de esta hermosa familia que me trató como a uno de los suyos, y me monto de nuevo a la Transpeninsular sin mucho entusiasmo, en parte por la carretera en sí pero también por el volver a mi dieta de atún y naranjas después de lo que comí en este lugar. Pero para mi gusto, inmediatamente después de San Quintín (20 km), aunque sigue sin haber acotamiento, el tráfico se reduce enormemente, y es a partir de aquí que empiezo a disfrutar esta carretera. Qué diferencia. Si tuviera que ponerle número diría que hay un 70-80% menos vehículos que de San Quintín para arriba.
Yo me siento 200% más cómodo y feliz. Hasta empiezo a ver a mis alrededores más que a mi retaguardia. Y descubro la casita en la que me iré a vivir después de recibir el sí a la propuesta de matrimonio. Ya me vi...
A los 80 km aparece el letrero que indica que he llegado a la desviación hacia mi próxima parada: La Lobera.
Me toma una hora llegar hasta el cráter que sirve de casa para focas y lobos marinos, y aunque yo iba lento sobre la terracería irregular, tampoco es que me moleste, me gusta la tierra y no tener que estarme cuidando del tráfico.
El camino se torna más agresivo a ratos, mis llantas sacan piedras volando para acá y para allá.
Y aparte, de subida...
Pero si hay algo cierto en este mundo, es que toda subida tiene su recompensa. El mar aparece frente a mí a través de cerros forjados por la erosión.
Tras una bajada tan inclinada que deja chillando mis frenos, aparece el esperado lugar: el agujero en el suelo y el edificio propiedad de la cooperativa pesquera local del cual sale un perro que me ladra, me vigila por un rato, luego se esconde y no vuelvo a ver (no sé si habría alguien adentro, nadie salió).
Y si te recuerda a las Islas Marietas no es casualidad: ambos lugares se formaron producto de actividad volcánica y erosión (el Valle de San Quintín aloja a 10 u 11 volcanes clasificados como extintos, algunos en tierra firme y otros en el mar).
Sólo que aquí, en vez de turistas, hay una escena ante la cual yo hago un sonido parecido a ‘WUÓ!’: lobos marinos y focas, echadas en la arena como si no hubiera nada de qué preocuparse en la vida más que de aprovechar la mayor cantidad posible de rayos de sol.
De todos tamaños y colores, panza p’arriba, p’abajo o de lado, parecen ni siquiera advertir la presencia del humano que les acosa con su camarita.
Algunas hacen ruido como si bostezaran. Las más, permanecen en absoluto silencio e inmovilidad. El humano saca una naranja de su mochila y se sienta a comérsela, como esperando a que empiece el show (ahora que redacto esto, me doy cuenta de que dos de ellas parecen estar volteando hacia mi. A ver si las encuentras).
Incluso sin las focas, este lugar es interesante de por sí: las formas en la tierra me recuerdan a fotos que he visto de Júpiter.
Mi plan original era acampar aquí pero viendo que aún quedan dos horas de sol y que El Rosario esta a 10 km por la carretera, decido continuar. Empieza a hacer mucho viento y de todos modos tendría que buscar un lugar resguardado del aire. Una hora me toma volver a la carretera, luego una subida muy larga, un retén militar, y un descenso de miedo por la velocidad y las curvas, me llevan hasta El Rosario, donde me dirijo a la delegación de policía y me indican que puedo acampar en el parque justo enfrente, lugar donde varios oficiales se turnan para visitarme y platicar, siendo ellos mismos aficionados a la bici en sus ratos libres.
La mañana siguiente comienza con la noticia de otro rayo roto, definitivamente hay algo mal con mi rin trasero. Mientras lo cambio, un poli de los de anoche me trae medio litro de leche y galletas, que yo como con mucho gusto ya que andando en bici no puedo cargar con lácteos (en otra ocasión, en Jalisco una señora me regaló un kilo en variedad de quesos que ella misma produce y ese día fue lo único que comí. No que me molestara, amo el queso, pero era eso o verlo echarse a perder en mi mochila). Le pregunto al poli que si sabe a qué horas abre el taller de bicis que vi ayer cuando entré, ya que me quedan sólo tres rayos de repuesto. Me dice que el que atiende es muy malandro y que mejor no me meta ahí. No, pues si qué bueno que pregunté...
Saliendo de El Rosario me encuentro con un letrero que me recuerda el largo tramo de desierto del que me advirtieron, donde no hay servicios y donde se dice los hombres de alma débil pierden la cordura ante la vastedad de la nada y su soledad.
Yo saco cuentas en mi mente: comida para tres días y 13 litros de agua deberían de bastar. De todos modos mi próximo objetivo me sacará pronto de esa carretera hacia lo aún más remoto: Las Pintas, una serie de pinturas rupestres escondidas en el norte del Valle de los Cirios, cerca del ejido Abelardo L. Rodríguez. Mientras pedaleo y pienso en a dónde rayos estoy a punto de ir a meterme (ni los policías sabían de qué les hablaba cuando les mencioné el lugar), aparece alguien a quien he estado esperando ver desde hace seis semanas:
¡Mi primer cirio! Los había visto en fotos, pero ver uno en vivo, aunque de lejos, hizo que mi interior bailara una pequeña danza tribal y decirle: ‘Es a ti a quien he venido a ver’. El cirio me transmite una sensación distinta a la demás vegetación del desierto, algo que me hace pensar en Alice in Wonderland, en los dibujos del Dr. Seuss, en la Econometría, en los cuentos de Borges, la concatenación universal, en los dioses que decidieron crear un ser vivo inspirado en los sueños provocados por la locura que causa el saberse eterno...
Pero le corto al tren de pensamiento. Me espera una carretera que se ve divertida y debo llegar al km. 43, donde se supone está la desviación hacia el ejido.
Al llegar veo un letrero que no esperaba ver. Eso debe ser señal de que no es un lugar tan desconocido, lo cual contradice la cara de las personas a las que les he mencionado a dónde voy. Todo mundo cree que me refiero a las pinturas en Cataviña, pero eso está aún mucho más adelante.
De nuevo el pavimento queda atrás y delante de mí aparece una terracería que se pierde entre los cerros. Seguro esto será divertido. O tal vez no...
Wooooow! y mas Wooow!
ResponderEliminarUna sola palabra diré: "¡Acepto! :D "
ResponderEliminar¡Me encanto :)!
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