(éste
capítulo es continuación inmediata del anterior, que puedes encontrar dando
click aquí)
Tras
separarme de mi guía (a quien aún oigo renegar mientras se aleja) y dejar atrás las
pinturas de La Cueva del Ratón, me toca descender por la cuesta que tanto trabajo
me costó ascender ayer. Mi mente se emociona al pensar en ello, pero le digo
que se tranquilice, que primero debe sacarme entero de aquí.
Echo
un último vistazo a la mística Sierra de San Francisco, donde los cirios
reaparecen a pesar de no estar ya en el valle que lleva su nombre.
Después
de una hora de terracería zigzagueando por el intimidante cañón, aparece el
llano al cual me dirijo. La vista como de maqueta me recuerda que cheque mis
frenos, una caída en éste lugar pudiera acabar no sólo en el pavimento.
Comienza
la bajada. Mi bici y yo alcanzamos los 60 km/h en cuestión de segundos, las
curvas cerradas que le sacan la vuelta a los voladeros nos hacen frenar, usando
la técnica de apretar freno al máximo, después soltar, después apretar de
nuevo, y así sucesivamente, con la intención de evitar el sobrecalentamiento de
las gomas de los frenos y del rin. Esto no evita que haya un ligero olor a
quemado en el aire, pero al menos reduce el riesgo de algo peor. En media hora
estoy en la base de lo que ayer me tomó más de 4 horas subir, y de vuelta en la
carretera Transpeninsular, el avance se vuelve menos aventuroso. Saludo por
tercera vez a la pareja del restaurante en el cual dormí hace algunas noches,
les digo que ésta vez sí voy al sur, y un par de horas después, llego a San
Ignacio, donde se encuentra la famosa Casa del Ciclista, un lugar de hospedaje
para gente que viaja en bici, y donde se han quedado muchos viajeros de los que
sigo vía internet.
Tras
saludar a Othón y su familia, que son quienes operan el lugar (ponen el patio
de su casa como zona de acampar y hay lavadora, baños e internet) me lanzo a
explorar la ciudad. San Ignacio es uno de los varios oasis que hay en Baja
California Sur. Literalmente, hay agua en medio del desierto, así con
palmeritas y todo. Hay 171 oasis en todo el estado, y aunque la mayoría son de
algunos metros cuadrados, hay otros que dan vida a varios kilómetros de
superficie (como Mulegé, La Purísima, San José del Cabo, y Todos Santos)
Por
eso es lógico que estos lugares hayan sido habitados desde que llegaron los
primeros grupos humanos a la península. Y también, que los europeos se los
quitaran a los indígenas cuando les tocó el turno. Hay prácticamente una Misión
en cada oasis, construcciones que datan de los 1800 y que en su época fueron el
centro políticoeconómicoreligiososocialmilitar de la zona que les tocaba a cada
uno.
San
Ignacio es sinónimo de palmas. Las hay por todos lados, de todos tamaños.
Andando por sus calles no pareciera que uno acaba de salir de una zona donde
hasta la vegetación tiene armas para defenderse.
Según
me contaron sus habitantes, en la historia reciente de San Ignacio ha habido
tres incendios. El último incendio fue en 2012, sin embargo aún hay vestigios
muy notorios, que me ayudan a imaginarme mejor las horribles historias que me
cuentan los sanignacinos (no sé si así se llamen en verdad) de cómo veían
avanzar el fuego hacia sus casas, de que la gente hacía lo posible por
mantenerlo a raya de sus terrenos, pero que en cuanto una flama tocaba sus
hogares, ya sólo quedaba huir. Tomó tres días controlar el fuego, porque la
palma, aunque apagada por fuera, quedaba en brazas por dentro, y era cuestión
de un soplo de viento para que la llama ardiera de nuevo y con ella todo a su
alrededor. En la foto anterior no es tan notorio, pero la mayoría de las
palmeras están negras del tronco. Esta foto lo muestra mejor:
En
San Ignacio además me mordió un perro por primera vez. Andando en bici he sido
perseguido por una infinidad de perros, de todos los tamaños y colores. Mi
reacción es decirles lo lindos que son y tirarles besitos, más para calmarme yo
que a ellos, y he salido ileso de perros de considerable tamaño. Pero aquí vine
a ser mordido por un chucho pequeño y peludo que se enojó porque pasé frente a
su casa. Al ver que la herida no era grande, sólo les pregunté a los vecinos si
sabían que estuviera enfermo o algo, pero como me dijeron que así es siempre
con los desconocidos, me encomendé a dios de que no fuera a necesitar más que
un poco de agua y jabón.
Y
después de dos noches en San Ignacio continúo mi camino a mi siguiente destino:
Santa Rosalía, en la costa del Mar de Cortés. A partir de aquí las temperaturas
se sienten más altas, mucho más que en el lado del Pacífico (en Guerrero Negro
usaba manga larga por la noche) y los 80 km que creí serían sencillos no lo son
tanto por el calor y porque para llegar a Santa Rosalía hay que pasar por el volcán
Tres Vírgenes y después una sierrita, para después bajar a la costa.
En
el camino me rebasa un motociclista quien después se detiene y me ofrece una
botella de agua. Es un español, que tiene tres meses viajando desde Nueva York.
Nos ponemos de acuerdo para vernos en Santa Rosalía, a donde él llegará en
media hora, y yo en cuatro…Me ofrece otra botella de agua que yo rechazo,
diciéndole que él la puede necesitar. ¿Su respuesta? “Yo no tomo agua. Me echo
un café por la mañana, cervezas en la noche, y durante el día…” Abre su
chaqueta y de la bolsa saca un contenedor metálico con whiskey. Visto así las
cosas, yo agarro la botella sin remordimiento.
Después
de las predichas horas, aparece de nuevo frente a mis ojos el Mar de Cortés, y
llego a Santa Rosalía. Hace calor, tengo hambre, y el español no aparece por
ningún lado. ¿Qué sé de éste lugar? Que tiene construcciones tipo villa
francesa, que la catedral la hizo Gustave
Eiffel, que hay una mina que tira mierda al mar (la vi
al entrar), y que la gente de Baja California dice que aquí abundan los gays.
Aún no sé dónde pasaré la noche, pero todavía quedan varias horas de sol, así
que me estaciono para comer en una esquina que huele rico.
Mientras
Rebeca prepara la tonelada de burritos que le pedí, ella no para de hacerme
preguntas. Se entera que planeo acampar en la playa pero me advierte de los
malandrines y de los policías, y me dice que ella tiene un amigo que pudiera
tener un espacio. Le llama y el amigo anda cerca. Mientras llega, me cuenta que
hace unas horas llegó un hombre en una moto cargada, que sólo comió y se fue.
Probablemente era el español, no vi otros motociclistas ese día. El amigo
llega, Rebeca le explica la situación, y Juan acepta hospedarme.
Aprovecho
mi tiempo en ésta ciudad para conocerla, visitar la biblioteca para leer más
sobre las pinturas rupestres que he visto, y convivir con mi huésped Juan, un
hombre de unos 50 años a quienes todos conocen en la ciudad por su
característico sombrero de vietnamita. La iglesia de la foto de arriba la
trajeron desde Bruselas, y la construyó Gustave Eiffel, el mismo de la famosísima
torre en París. En la tarde vuelvo al lugar de Rebeca, donde un maestro me
cuenta que anoche vio a dos gringos acampando en la playa y parecían traer
bicicletas.
Después
de dos noches sigo mi camino, rumbo a Mulegé. Son sólo 60 km así que me confío
y empiezo a pedalear tarde. De nuevo estoy pedaleando bajo las peores horas de
calor. Cuando llego a Mulegé me encuentro a otro individuo con una bicicleta llena
de cosas, debe ser uno de los gringos que me mencionaron. Lo saludo y se
presenta como Fede, de Italia, y debe tener unos 25 de edad. Su plan es avanzar
un poco más, hasta una playa llamada Santispak, de la cual sólo sabe que está
bonita y se puede acampar. Pedaleamos por 20 km más, y justo después de una
subida donde sudé un litro, se abre frente a nosotros la vista de una de las
playas más bonitas que he visto en mi vida. Para hacerlo aún mejor, el último
kilómetro es puro descenso, el cual hacemos a máxima velocidad y entre gritos
de celebración, escoltados desde atrás por un amable extraño que prendió sus
intermitentes y nos saludó cuando nos desviamos hacia la playa. Mis ojos no
bastan para capturar tanta belleza. Mi sonrisa no alcanza a expresar lo feliz
que estoy.
En ésta playa, llamada
Santispak, hacemos equipo con una pareja, Pascal de Suiza, Petra de República
Checa, y su compañera canina, Fina. Ellos viajan en una casa remolcada por una
troca que adquirieron en California, Fede y yo ponemos nuestras casas de
acampar a unos metros de la de ellos. El agua es color turquesa, el fondo se ve
hasta los 3 metros de profundidad, y no hay rastro de olas. Hasta la
temperatura me parece perfecta.
Santispak
es parte de una serie de playas que conforman a Bahía Concepción, un brazo de
tierra que sale y se curvea, reduciendo la marea ya de por sí tranquila del Mar
de Cortés. Es un paraíso para nadar, el snorkel y el kayak.
La
mañana siguiente me despierto excepcionalmente temprano. Mi reloj indica las
5:30 am, ¿qué negocio tengo despierto a ésta hora? De todos modos salgo de mi
casa de acampar, y descubro por qué. Quienes están más o menos familiarizados
con mis relatos de viaje, recordarán que abundan imágenes de atardeceres. Es fácil ver un
atardecer. Pero para ver amaneceres, hay que madrugar o no haberse dormido.
Ésta vez, presencié una imagen, que espero recordar hasta mi último segundo de
vida.
Con
la luz del sol llega la hora de explorar. Tras el café y desayuno con mi nuevo
grupo de amigos, me meto al agua y descubro que hay conchas, y no están huecas.
Vuelvo
con el botín, y ahora somos cuatro los que andamos recolectando almejas. En
menos de una hora, hay dos cubetas llenas de almeja reina, chocolata, y pata de
mula.
El italiano expresa que con esto, ya no tiene motivo para irse de éste lugar. Pascal, pescador y marinero experimentado, saca tres cañas de pescar y nos montamos a los kayaks.
El italiano expresa que con esto, ya no tiene motivo para irse de éste lugar. Pascal, pescador y marinero experimentado, saca tres cañas de pescar y nos montamos a los kayaks.
Y
así inicia lo que se convertiría en rutina de los próximos días: echar los
kayaks al agua, y no volver hasta que algo haya picado el anzuelo. Lo cual
tampoco era demasiado difícil, era cuestión de un poco de paciencia, y algo
caía. A mí esto parece estarme gustando, según veo en la foto que me tomó
Petra.
Fina
tampoco se aburre. Ahora tiene cuatro humanos con los que puede jugar, la playa
es para ella sola, y se divierte intentando atrapar los pececitos que nadan en
la orilla.
A
Pascal no le bastan los peces que estamos sacando. Él está, específicamente, a
la búsqueda de un peje gallo, o pez gallo. Así que contrata a Chicho, un
pescador local, para que nos lleve más adentro.
Y
sí pican dos peje gallos, aunque Pascal no está conforme con su tamaño. También
salen otros dos cochitos, y presumiré que yo saqué el más grande. Con esto y
las almejas, hay suficiente comida para dos días.
Los
días pasan y cada día por la mañana alguien pregunta si hoy es el día de irnos,
pero la falta de respuesta de los demás se toma por negativa. Empieza a tomar
forma una nueva tribu, una mini comunidad multilingüe donde al perro se le
habla en checo, y entre los humanos se habla una mezcla de alemán suizo, inglés,
español, e italiano, según se preste la situación.
También
salen recetas muy interesantes. Habiendo dos hábiles cocineros de dos países
distintos (ninguno de ellos soy yo) las cenas son una mezcla de comida
mediterránea con échale-lo-que-hay.
El
octavo día decidimos que es hora de partir. Fede graba en la palapa lo que
según él es el símbolo de la que ahora llama “La Tribu de la Concha”. Le toma
horas terminarlo y Pascal le dice que parece todo menos una concha. Esto por
supuesto no agrada a Fede, mucho menos porque mencionó haber quedado tan
satisfecho con su obra que estaba considerando hacerlo su primer tatuaje
(información al respecto más adelante).
Se
despide así la Tribu de la Concha, con promesas mutuas de volvernos a ver en
algún punto más delante de la península. Y así, llega a su fin la semana en la
que menos he pedaleado desde que salí de casa. Oh, y ahora estoy estrenando un
nuevo bronceado, como dos tonos más oscuros de lo que ya estaba…
como que me encanta mucho este relato :)
ResponderEliminarQué bueno que lo distrutaste bb ;*
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