"Jamás volverás a
sentirte completamente en casa, porque parte de tu corazón estará siempre en
otro lado. Ese es el precio que pagas por conocer y querer a personas en más de
un lugar".
- Mirian Aderey
(este post es continuación inmediata del relato anterior, que puedes encontrar dando click aquí)
Guerrero Negro comienza mostrando sus coloridas paredes y tributos a las ballenas, que son el ícono de la ciudad.
Guerrero Negro comienza mostrando sus coloridas paredes y tributos a las ballenas, que son el ícono de la ciudad.
Guerrero Negro es
conocido por dos cosas: avistamiento de ballenas, y la salina. Para cuando yo
llego a la ciudad ya es tarde para ver ballenas, porque ya se fueron más hacia
el norte. Sin embargo, tengo la suerte de que Homar, mi contacto en la ciudad,
trabaja en la salina, así que se ofrece para darme un tour.
La salina consiste en un
impresionante valle completamente blanco, donde parece estar permanentemente nevado
y que juega trucos con la mente sobre todo si llevas semanas viendo desierto y
más desierto.
Mientras Homar me explica
el proceso, yo tomo fotos y pienso en el montón de micheladas que podría
prepararme con toda ésta sal. Pero viene la mala noticia: ésta sal no es para
consumo humano, sino que se usa principalmente en procesos industriales. La de
Guerrero Negro es la productora de sal más grande del mundo, y mientras haya
agua de mar, habrá sal para extraer. El sol se refleja tanto en el suelo salino
que encandila los ojos.
Camiones con capacidad de
quiénsabequétantas toneladas de sal pasan uno tras otro, yendo desde la laguna
correspondiente hasta el lugar donde la embarcan.
Donde la sal es dividida
bajo criterios que en éste momento no recuerdo.
Para después ser
embarcada y transportada hacia distintos lugares del mundo.
Paso varios días en ésta
pequeña ciudad, que sin embargo es la más grande en la que he estado desde que
salí de Ensenada hace semanas. ¡Hasta hay señal de celular! Mis abuelos adoptivos, Doña Tana y Don Javier (papás de Homar), me comparten de su tiempo y sus
historias.
Doña Tana es descendiente
de los cochimíes, la comunidad indígena que habitó ésta zona de la península, y
a la que se le adjudican la mayoría de las pinturas rupestres que se encuentran
en la región. Ella me cuenta que no muy lejos de aquí, en la Sierra de San
Francisco, hay unas cuevas con murales rupestres de metros de altura, y a mí,
que me gustan las sierras y las pinturas rupestres (como pudiste/podrás ver
en la historia que conté acá), se me ocurre pensar si será posible llegar en bici. Por su parte, Don
Javier es reconocido en la ciudad como el impulsor del ciclismo en la ciudad, porque
gracias a él inició el club local de ciclismo, que a la fecha ha logrado
reconocimientos a nivel regional y nacional (¡de hecho mientras redacto esto,
me llega la noticia de que un bajasureño acaba de ganar la olimpiada nacional!).
Tan así, que Don Javier es el hombre en bicicleta que viste en la primera foto
de éste relato. ¿No te acuerdas pero te da flojera ir para arriba otra vez? No problemo,
aquí está a detalle ;)
También Doña Tana está en
ese mural, ¿la ves? ¿No? Mira lo que dice en la gorra de Don Javier…
Mis días en Guerrero
Negro los recuerdo con especial cariño porque me hacen darme cuenta de que mis
prioridades de viaje han cambiado. Antes mis objetivos eran, de mayor a menor
prioridad: los paisajes, la comida, la gente. Pero tras meses de recorrer el
país, lentamente y sin notarlo al principio, ese orden se ha ido modificando.
Hoy tengo muy en claro que mi razón número uno para cambiar la comodidad de
casa por la incertidumbre diaria de estar viajando en bici es, definitivamente,
la gente. A pesar de lo mucho que disfruto la soledad, la gente es lo que me
trae las más bonitas experiencias y con ello los mejores recuerdos (y también
los peores, pero no hablaré de eso aquí). Y precisamente por personas como doña
Tana y don Javier es por quienes puse la cita al principio de éste relato.
Detesto las despedidas.
Sin embargo, son una constante en la vida del inquieto por verlo todo. Mis
abuelitos adoptivos se aseguran de echarme al camino con el estómago bien
lleno, dos piezas de ropa nueva, y una planta seca que Doña Tana me recomienda
ingerir en caso de que me muerda alguna serpiente (¡!). La jornada del día
consiste en una línea recta que atraviesa la Reserva de la biósfera El
Vizcaíno, que es una de las áreas protegidas más grandes del mundo y que hoy me
regala un viento de atrás que me ayuda a avanzar más fácil y rápido. Éste día
ocurre lo que yo llamo un “cumplekilómetros”, que es algo así como un
cumpleaños, pero es cada mil kilómetros de recorrido. En esta ocasión, mi
velocímetro indica que ya van 6 mil km los que Libélula y yo hemos hecho en
seis meses de vagar por México. Con ésta distancia ya podría estar en
Centroamérica, pero aún tengo tanto que ver por éstos rumbos…
En el camino paso por la
desviación que lleva hacia San Francisco de la Sierra, el lugar donde están las
pinturas rupestres que me mencionó Doña Tana. No sé si fue por lo intimidante
de las montañas en la distancia, lo cansado que estaba, o mi mente desordenada
del momento, pero decido no ir y continúo derecho hacia el sur.
Hasta que a los 120 km recorridos llego a un
restaurante, donde pido algo de cenar y un espacio para acampar. El Desierto
del Vizcaíno se luce con un atardecer de esos de por acá.
A la mañana siguiente me
entero de que un coyote rondó el área y se robó una gallina. Yo no sabía que
pudieran ser tan listos, pero aparentemente han aprendido a caminar en círculos
alrededor del gallinero, y las gallinas, al no perderlos de vista, se marean y
se caen del palo en el que estaban. Así, Don Coyote, que no es bueno escalando,
ya sólo debe levantar del suelo a la primer gallina que se atarantó.
El restaurante, contrario
a anoche, muestra mucha actividad. Me uno a la euforia de tazas de café y
tortillas y mientras desayuno, un señor que viene con su esposa me invita a su
casa después de hacerme muchas preguntas sobre cómo y por qué es que llegué a
ese lugar. Viven en Punta Abreojos (con el sólo nombre del lugar ya me gustó),
a 80 km al oeste de aquí, en la costa del Pacífico. Y yo, que no sé decir que
no, acepto y echo mis cosas al carro y nos vamos.
Punta Abreojos es un
pueblito pesquero y beisbolero. El señor Lupe, quien resulta ser tío segundo de
Juan, mi amigo en Bahía de los Ángeles (del relato anterior), me lleva a conocer el lugar,
mientras me cuenta anécdotas pesqueras y beisboleras.
Por ejemplo, que el viejo
faro (las dos fotos anteriores) ahora es usado como encuentro para amantes
furtivos y óleo para los artistas locales. Además de que Abreojos es un “spot”
popular para los que practican las distintas modalidades del surf.
Durante mis dos noches en
éste lugar no se me salió de la cabeza el pensamiento de que dejé pasar las
pinturas rupestres en San Francisco de la Sierra, y concluyo que sólo me lo
sacaré de una forma: yendo para allá. Así que después de que el Señor Lupe me donara
más ropa de la que necesito (sigo sin saber por qué la gente hace esto, ¿en
serio la mía está tan jodida?) y me llevara de vuelta al restaurante donde nos
conocimos, vuelvo 20 kilómetros sobre mis pasos durante los cuales el viento
que hasta hace tres días me empujaba, ahora está de frente a mí y más de una
vez pensé dar vuelta en U, olvidar todo el asunto de las pinturas, y seguir
hacia el sur. Pero algo me llama a ese lugar, así que intento no pensar demasiado
hasta que me encuentro de nuevo con la desviación que antes mencioné. La Sierra
me saluda desde la distancia.
Son menos de 40 km, y
aunque voy hacia la montaña, no se ve que esté demasiado alto. Además ya subí
al Popocatépetl una vez, ¿qué tan malo puede ser? Ahora que escribo esto, me
imagino a la Sierra riéndose de mí al ver a un iluso en bici acercarse a ella, atreviéndose
a retarla. Y tras media hora de una subida apenas perceptible, me da una
pequeña probada de su poder.
Que no da chanza ni de
calentar el motor. Inmediatamente me enfrento a un camino tan inclinado, que
subirlo en línea recta me resulta imposible. Tengo que hacer el ascenso en
zigzag, yendo de una orilla del camino a la otra, con el fin de suavizar la
pendiente, aunque claro, con esto la distancia para llegar de A a B aumenta
considerablemente. Las voces de “Te dije que no viniéramos” no se hacen
esperar, y sólo se callan cuando escucho un motor detrás de mí. Una troca verde
se me empareja y adentro viene una familia, que baja las ventanas pero no me
dice nada (ésta es la tercera o cuarta vez que alguien baja sus vidrios para no
decirme nada) y yo tomo la iniciativa preguntando si van a San Francisco. Me
dicen que sí, que ahí viven, y quisiera haberles tomado foto a sus caras cuando
les dije que yo también iba para allá. O a sus sonrisas cuando les dije que
calculaba llegar en cuatro horas.
- Vas a hacer más. De
aquí en adelante es pura subida. Si éste carro batalla…
De nuevo un silencio
extraño. Creo que esperan que les pida raite. Pero no lo hago. Ni que no me
llamara Daniel “El Necio” Díaz. Les digo que allá los veo en la tarde, y que
gracias por detenerse. No tardo en comprobar que tienen razón: tras una falsa
meseta el ascenso continúa. Y continúa. Y continúa. En la foto no se ve que estoy
parado con una mano en el freno para evitar que la bici retroceda valiosos
centímetros que mucho me costó avanzar, pero al fondo se puede ver una tendencia del
camino a ascender, además de un letrero que me hace sonreír y pensar en quién
rayos se tomó la molestia de hacer esto.
Durante horas la tortura
continúa. A pesar de estar en mi cambio más bajo, muchas veces es insuficiente
para subir pedaleando y debo bajarme y empujar, y yo, con mi fisionomía de
T-rex, no tardo en resentir el efecto en mis brazos. Otras veces más, la bici
amenaza con relinchar, por lo cual yo debo acostar mi pecho sobre el manubrio
para evitar que se levante la llanta delantera por la inclinación, y así, en
ésta posición ridícula, intento no dejar de rotar los pedales, porque en cuanto
lo hago, la bici se detiene inmediatamente y es más difícil volver a empezar.
Me detengo varias veces. Maldigo muchas otras más. Las voces bailotean dentro
de mi cabeza diciéndome lo fácil que sería volver atrás, que el viento va hacia
el sur, que mejor vamos para allá, que al cabo qué hay de interesante en unos
dibujitos monocromáticos. Yo trato de no escuchar pero, no habiendo más nada,
es difícil hacerse el sordo. En algún momento me arrepiento de no haber pedido
el raite, y me refugio del sol bajo el único mezquite de tamaño suficiente como
para producir sombra. Cuando me acerco a él, está ocupado por un grupo de
chivas quienes huyen ante mi presencia. Yo las invito a compartir la sombra,
pero se niegan, y sólo me dirigen miradas de odio desde la distancia durante
todo el tiempo que estuve ahí.
Cuando mis cálculos
indican que faltan 8 km, se acaba el pavimento, y han pasado cuatro horas desde
que hablé con esas personas. Desde aquí alcanzo a ver el pueblo, y eso me
levanta el ánimo, sólo que parece haber un barranco entre el pueblo y yo.
Los restantes 8 km los
paso sorteando piedras y yendo arriba y abajo por la terracería, lo cual al
menos me distrae del dolor acumulado en las piernas.
Además de que ahora mi
concentración se divide entre admirar el impresionante paisaje y no perder el
equilibrio. En éste momento estoy más que feliz de no haber pedido el raite.
Después de otra hora,
llego por fin a San Francisco de la Sierra, un lugar con una veintena de casas,
una escuela, y una iglesia, dedicado principalmente a la cría de cabras. Es
gracioso notar el silencio que se crea cada que paso frente a los pequeños
grupos de personas que me encuentro. Excepto un grupo de niños, que insisten en decirme "¡Gringo! ¡Gringo!" a pesar de que les hablo en español. De nuevo mi rubia cabellera confundiendo a la gente...
Busco a Don Enrique,
quien tengo entendido es el encargado de las pinturas rupestres. En un lugar
así de pequeño, es difícil no dar con una ubicación.
Don Enrique es el
asignado del INAH para hacerse cargo de operar las visitas a las pinturas
rupestres, y él me explica que hay dos opciones:
- Visitar la Cueva del Ratón, que está por el mismo camino que yo vine, y es fácilmente alcanzable a pie.
- Visitar la Cueva La Pintada, que es la más famosa y la icónica de éste grupo de petrograbados. Para ésta cueva, se necesita hacer un viaje de cinco horas a caballo para internarse en la sierra hasta donde está una pared de 4 metros de altura, plagada de arte ancestral.
Por supuesto que me emociona el imaginarme ir a La Pintada, pero mi
presupuesto me da un jalón de orejas. Son $250 pesos para el guía, más $150 por
cada animal, y se requieren mínimo tres: el del guía, el mío, y el que carga el
equipaje, ya que las distancias requieren al menos una noche de acampada. Como
los costos son por día, las cuentas dan un total de $1400 pesos. Eso es el
equivalente a una semana y media de viaje. A pesar de que el precio no me
parece exagerado para la experiencia que brinda, por mi situación actual
decido…posponer, digamos…la visita a La Pintada, y ser feliz visitando la Cueva
del Ratón, para la cual sólo debo poner $100 pesos (incluye mi boleto y el
derecho al uso de cámara) más propina para el guía. Pero como ya es tarde (pasé
todo el día tratando de llegar a éste lugar) programamos la visita para mañana
por la mañana, y yo me retiro a acampar en un edificio a medio construir que
está dentro del terreno de Don Enrique. La noche me invita a usar chamarra.
Mientras pongo mi casa de acampar, uno de los nietos de Don Enrique, a quien
más temprano vi haciendo skids en su bici y lleva tiempo observándome en
silencio, desaparece y vuelve con un colchón individual, que decidió prestarme
porque el mío le pareció muy delgado. No recuerdo tu nombre, pero gracias :)
La mañana llega y me sorprendo de nuevo por el lugar en el que estoy: un
pequeño valle dentro de un impresionante cañón, en plena Sierra de San
Francisco. La esposa de Don Enrique me ofrece un café que calienta mi interior
mientras disfruto de lo que queda del amanecer. A las 9 am, puntual, se
presenta mi guía: un hombre de unos 70 años, vestido de mezclilla, botas y
sombrero, quien me pregunta en qué carro vengo. “En éste”, le digo yo,
señalando mi bici, ya cargada con mis cosas. A él esto no parece causarle
gracia en absoluto, me dice que los visitantes siempre vienen en carro, que él
se sube con ellos y que así es como van a la Cueva. Que él ya está viejo, que
le duele la pierna, que no puede caminar mucho. Yo ofrezco la única solución
que se me ocurre, que es que relegue su función a alguien con menos dolencias.
Pero él dice que él es el encargado de la llave, que ese es su único ingreso,
que ya está viejo, que los visitantes siempre vienen en carro, que le duele la
pierna…y así, nos encaminamos a un incomodísimo trayecto, uno de los más
incómodos de mi vida, donde el señor no paró de quejarse del cómo nunca había
tenido que caminar hasta allá, del cómo los visitantes siempre vienen en carro,
de que le duele la pierna…
Tras media hora y varios fracasos de intentar hacerlo hablar de otra
cosa (se cree que los habitantes de aquí son descendientes de los autores de
las pinturas rupestres) llegamos al acceso a la Cueva del Ratón. El señor saca
la llave mágica, y abre el candado.
Mis ojos intentan captarlo todo desde el primer instante, pero queda
claro por qué al estilo de pinturas de ésta zona le llaman “Gran Mural”: son
paredes naturales de varios metros de altura, donde tintas rojo, negro y blanco
se amontonan en figuras, a veces unas encima de otras (se puede dar click en las
imágenes para verlas a más detalle).
Mi fascinación es tal que se me olvida que hay alguien detrás de mí y
que probablemente sigue renegando. Venados bura y colablanca, pumas, hombres, y
mujeres, quienes pueden ser distinguidas por unas protuberancias que salen de
las axilas, en representación de los pechos femeninos (la figura roja en la
parte central superior de la siguiente foto).
Descubiertas en 1890 por un geógrafo francés, éste arte primitivo
sobrevive a las duras condiciones de la región. Las cuevas no son cerradas, así
que llevan cientos de años bajo el sol y las eventuales lluvias. Sin embargo,
prevalecen. Y esa era la intención de los petrograbados: dejar un mensaje, que
perdurara en el tiempo.
En ésta región hay más de 150 sitios con pinturas (algunos en zonas tan
aisladas, que toma días llegar a ellos), y comparten más o menos las mismas
características, sin embargo no queda claro si son producto del mismo grupo de
artistas o individuos aislados actuando por su cuenta. Ésta figura en
particular atrapa mi atención:
A pesar del tiempo que paso ahí, cada que veo las fotos me sorprendo de
nuevo y hago zoom en todos lados, tratando de encontrar algún detalle que pude
haber perdido la vez anterior. Satisfecho por el momento, salgo de la Cueva
para reencontrarme con mi guía, a quien (por efecto de la emoción) le entrego mi presupuesto de dos días
como agradecimiento. Si la intención de sus quejas era chantaje o eran
sinceras, yo no lo sé. De cualquier manera, le funcionó. Le ofrezco agua pero
me dice que yo la voy a necesitar. Mientras lo escucho alejarse aun renegando,
yo volteo y diviso el camino por el que vine, y por el cual ahora tengo que
regresar.
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