(éste capítulo es la inmediata continuación del anterior, que puedes leer aquí)
El camino no es fácil, y mi pobre bici y mi trasero hacen equipo para reclamarme por traerlos rebote y rebote.
Pero entre más me adentro, aparecen paisajes más extraños. Me siento como un monito dentro de una maqueta.
Subo y bajo, entre unas plantas chaparritas que parecen una alfombra roja extendida para la ocasión.
De pronto el paisaje cambia. Aparecen cardones (primos bajacalifornianos de los sahuaros) y cirios alternadamente, incluso mosquitos empiezan a volar en mi cara, haciendo más difícil el maniobrar decidiendo entre cual piedra me hará brincar menos.
Tras casi cuatro horas de terracería, a lo lejos aparece una abertura en el suelo y lo que parece una serie de casitas. El velocímetro marca los 30 km recorridos desde la desviación, así que debe ser el ejido.
Y a la derecha, el rancho frente al cual tengo entendido está la desviación hacia Las Pintas, El Malbar (en los mapas aparece con V, Malvar). Aunque se ve abandonado, decido probar y digo ‘buenas tardes’ en voz alta.
Pero nadie contesta. Decido entonces dirigirme al ejido y ver si hay alguien que me pueda dar más información sobre Las Pintas, de las cuales sólo tengo la ubicación en el Google maps en mi celular, pero no una ruta para llegar. Avanzo unos kilómetros y llego al ejido Abelardo L. Rodríguez. La condición de las construcciones me hace pensar que tal vez tampoco estén habitadas...
Y aunque no parecen muy acondicionadas para vivir en ellas permanentemente, las considero como posible refugio para mí, cuando llegue el momento más tarde.
También hay una escuela primaria federal. Dos aulas, que si yo fuera niño local no se me antojaría ni tantito ir a clases ahí.
Incluso hay un cráneo. Mientras me acerco para verlo, mi imaginación, que desde hace rato ya está muy ocupada, me envía la mala broma de decir ‘¿imagínate que fuera humano?’. Le respondo que no me parece gracioso en absoluto. Afortunadamente (creo) resulta ser de algún animal, probablemente un bovino pequeño.
Para sumarle a lo extraño del lugar, hay un...¿baño? Aunque yo ya había hecho mis asuntos en la mañana, me acerco y sí, hay una letrina aquí, al aire libre, a unos metros del camino. Por supuesto que levanto la tapa, el gato no es el único que ha muerto por curiosidad. Tiene hoyo y todo, aunque no despide olores, lo cual me hace pensar que lleva tiempo sin ser usada. Menos mal. ¿O menos bien?
Una construcción llama mi atención. Esta pintada y, a diferencia de las demás, sus paredes parecen estar completas. Camino hacia ella y noto también un cerco en buen estado.
Además de figuras en el suelo hechas con piedras, que me recuerdan a las de Nazca, en Perú.
Me acerco, pero no tanto. Un letrero me advierte que mantenga distancia.
Al igual que en el Malbar, digo ‘buenas tardes’ en voz alta, pero también, nadie responde. Ni siquiera sale el perro bravo del letrero. Durante unos minutos miro a mi alrededor, analizo mi situación y me doy cuenta de que estoy en lo que pudiera ser un pueblo fantasma, abandonado a su suerte por sus previos habitantes. Y no he visto ningún vehículo desde que tomé la desviación. Me invade un sentimiento extraño, una mezcla de colores rojos y cafés, algo como emoción, intriga, felicidad. Pienso en las decenas de historias de terror/suspenso que he leído y las películas/series post apocalípticas que he visto y en cuán perfecto es este escenario para muchas de ellas. Pienso en que nunca había tenido un pueblo para mí solo y me divierte la idea de poder elegir la casa que quiera para pasar la noche. Hago un altavoz con mis manos, levanto la cara hacia el cielo y grito un largo ‘HOOOOOOOOOOOOOLAAAAAAAAAAAAAA’, dirigido a nadie en particular. Al bajar la vista, a lo lejos, aparece una flaca y alargada silueta humana...
Vaya cúmulo repentino de emociones. Primero el creerme solo en este lugar, después ver aparecer esta figura, caminando hacia mi con su sombrero de ala ancha, como de vietnamita. Lo mejor que se me ocurre hacer es tomar dos naranjas, una para mí y una para él, y acercarme. Se me ocurre que el ofrecer comida al saludar tal vez sea signo de que vengo en paz. ¡Buenas tardes!, le digo, mientras pienso que si esta vez no recibo respuesta, algo debe de estar mal conmigo.
Pero afortunadamente sí me responde. Nos damos la mano, le ofrezco la naranja, y le digo el motivo de mi presencia en ese lugar y el medio de transporte que utilizo. Mientras cada uno come su respectiva naranja me dice que sí, que las pinturas están cerca y que él conoce la ruta, y me confirma que la casa del anuncio del perro es la suya. Detrás de él empiezan a llegar unos 50 chivos y borregos, quienes solitos se dirigen al corral que yo antes vi vacío. A sugerencia de él, nosotros también nos dirigimos a la casa.
Entramos al porche y se quita el sombrero. Aparece un rostro blanco pero tostado por el sol, rapado y de barba sorprendentemente arreglada. Viste un pantalón de mezclilla y una playera. Me sorprende también lo joven que se ve, ¿unos 40 años? No es la edad que esperaría de alguien que vive solo, en medio de la nada. Le acompaña Vaquera quien, al contrario del letrero, no es para nada brava y huele mis piernas con interés, como averiguando de dónde vengo, y después me saluda con sus dos patas delanteras y moviendo la cola. Yo le respondo moviendo la mía.
El hombre me pregunta si me gusta el caldo de pollo. Yo le digo que amo los caldos. En poco tiempo estamos dentro de su casa, compartiendo mesa, comida y conversación, y ni siquiera hemos intercambiado nuestros nombres. De todos modos no hay nadie más a quién dirigirse en este pueblo ya no tan fantasma, así que pasamos a lo que sí importa: platicar, platicar y platicar. Ya noche me ofrece un cuarto y él ocupa un camper, y nos deseamos buenas noches tras, ahora sí, revelar nuestros respectivos nombres.
Antonio me platica más cosas de las que puedo contar en este relato. Para que te formes una imagen de él (porque no le tomé foto), es lo que en inglés llamarían un “O. G.”, un old gangsta. “Pero no soy un cholo cualquiera”, dice él mismo. Tiene 47 años y es descendiente de las personas que fundaron la moderna Baja California, lo cual explica su aspecto físico. Le gusta leer historia y revistas de divulgación científica, de las cuales tiene una amplia colección. Es actualmente el único habitante permanente del ejido Abelardo L. Rodríguez, ya que sus vecinos se fueron a El Rosario “a ver televisión”, según me cuenta él, mitad en broma mitad en serio.
Entre más hablamos me doy cuenta y medio me divierte y medio me asusta la similitud física y de ideas que tengo con este personaje. Delgado, alto, rapado y barba, aunque él es blanco. De poco apego a lo material, sin hijos ni pareja pero sí con perra que le ladre, habla en tono burlón de quienes han cambiado una vida austera pero tranquila por la agitada carrera tras el dinero y el arrullo del televisor encendido. Maneja el inglés por sus años en los Yunáired Stéits pero desprecia al gringo por expoliar la tierra de la cual él no se siente dueño sino parte. Sin credo religioso aparente, su pantorrilla derecha revela un tatuaje con símbolos de los nativos californianos, y me muestra dentro de un libro que habla de pinturas rupestres de las Californias cuál es el próximo que se quiere hacer. Le habla a los animales con quienes convive, imitando a su manera los sonidos que ellos hacen. “Memé” a los borregos. “Cuacuá” a la parejita de patos. “Ka-ká” al cuervo que aterriza de pronto y que Antonio dice que a veces viene a visitarlo (a mi me llama la atención que es el único al que he visto y vería en mis días en este lugar). Antonio junta su frente con la del mayor de los chivos y juegan a empujarse, y por supuesto que el chivo gana. Cuando se separan, el chivo golpea el aire con su pata delantera y se pone en posición de nuevo. Parece que disfruta éste juego en el que siempre vence.
Yo despierto a las 6:30 am y Antonio entra a la casa con finta de que lleva rato despierto y activo, lo cual contrasta con mi voz aún ronca y ojos a medio abrir. Desayunamos y me da instrucciones para llegar a Las Pintas, dice que le gustaría ir pero sus animales requieren de su atención. Diario debe sacar a los chivos y borregos al monte para que coman, y no comen poco. “Al cabo casi no hay pierde”, me dice. “Casi”, repito yo. Me cargo con dos litros de agua, dos naranjas, y monto la bici, a la cual he liberado del equipaje. Por fin ha llegado el momento de ver las al parecer no tan famosas pinturas rupestres.
El camino inicia fácil, pedaleable y bien definido.
Pero no tarda mucho en complicarse. Empiezo a consultar el mapa para seguir el camino más directo posible.
Y el desierto decide darle un poco de sabor a la búsqueda.
Afortunadamente no atraviesa ni mis zapatos ni los de mi bici, aunque casi lo hace. Cerca de aquí decido acostar a Libélula bajo una sombra y continuar mi búsqueda a pie. Y qué bueno, porque paso las siguientes dos horas subiendo y bajando cerros, zigzagueando entre variedad de paisajes del desierto.
Y saludando a sus habitantes.
Y a una lata de cerveza, que vaya dios a saber cómo mierdas llegó aquí. Pocas cosas arruinan un momento tan especial, tan en contacto con la naturaleza, donde uno se cree tan pionero explorador de los últimos rincones remotos del mundo, como el encontrar basura. Y le digo al responsable: si tuviste las fuerzas de cargar hasta aquí una lata llena, has el chingado favor de llevártela también ya que está vacía.
El caso es que después de mucho caminar ayudado por el mapa en mi celular aparece ante mí un muro de piedra, donde pienso que podrían estar las pinturas. La verdad es que no tengo idea de qué es lo que estoy buscando, no sé cómo se ven y la única pista que tengo es que están entre dos cerros, y pues, por aquí hay muchos cerros. Un poco más adelante distingo una piedra con una mancha roja. El corazón me da un brinco.
¿Alguna vez se te volvió realidad aquella frase de “Cuidado con lo que buscas, porque podrías encontrarlo”? Pues aquí me pasó a mi. Me acerco a la pared pero una parte de mi siente un golpe de miedo, mientras repaso lo que he leído en el libro de Antonio: los nativos californianos, y más específicamente sus shamanes, hacían estas pinturas en lugares considerados sagrados, y las hacían para que perduraran en el tiempo. Tras un sueño provocado por un estado alterado de la mente, al cual se podía llegar por distintos métodos (ingesta de tabaco o ‘jimsonweed’, ayuno extenso, picaduras múltiples de insectos o incluso soledad prolongada), al despertar, el shaman debía inmediatamente recordar y pintar lo que había visto en el sueño (si no se acordaba significaba que algo andaba mal). Generalmente, estas pinturas sólo debían ser vistas por el shaman que las hizo y si acaso su aprendiz, por eso las hacían en lugares escondidos o remotos. Si alguien no capacitado las veía, podía caer enfermo, morir, y quién sabe qué otros males que hacen que las consecuencias de romper un espejo no parezcan tan malas después de todo.
Los shamanes tenían un animal guía al cual solían consultar en sueños, por esto, coyotes, lobos, serpientes, tortugas, venados y otros animales regionales son figura común en las pinturas encontradas en la Alta y las Bajas Californias. (NOTA: yo no sé lo que está representado en estas pinturas en específico, pero las presento para ilustrar al lector. Si alguien tiene más información le agradezco me la comparta, o si alguien quiere el set completo de fotos para fines de estudio también se las puedo compartir).
Según en libro de Antonio, en esta parte del mural podríamos estar frente a la representación de un coyote (la L invertida con líneas atravesadas en el centro de la imagen) y una serpiente (la figura en zigzag de abajo), pero hay muchas figuras más, aunque difíciles de distinguir.
A la izquierda hay una tipo cueva, cubierta su entrada por plantas. Me paro ante ella, y repaso: los nativos consideraban que las topografías salientes, como las montañas, eran el lado masculino de la Tierra, y que las entrantes, como las cuevas, eran el lado femenino (es fácil imaginar por qué). Los shamanes utilizaban las cuevas como un acceso a la tierra, un volver al útero materno, al estado del ser antes de nacer, y ahí realizar sus rituales.
Hago las plantas a un lado y me asomo, expectante. Pero no veo algo, al menos con mis ignorantes ojos, que evidencie actividad humana milenaria en este lugar. La mancha roja del lado izquierdo me recuerda a una foto de una pintura en California que vi en el libro de Antonio, donde la menstruación es representada con una cascada roja saliendo de un hoyo en una piedra. Y este agujero está bastante vaginoforme... ¿O quizá los agujeros en las piedras de arriba? Disculpe el lector la ignorancia de su relator. Imaginando que aquí pudo haber estado un shaman hecho bolita en el suelo padeciendo de alucinaciones, salgo de la cueva.
A mi derecha las piedras continúan. Distingo más figuras y me acerco (juro que no las toqué).
Muchos patrones repetitivos. En una piedra parece que el shaman estaba particularmente inspirado.
Esta fue mi favorita y pasé mucho tiempo mirándola, imaginando montón de cosas y pensando, como Antonio, en mi próximo tatuaje. Detalle de la misma piedra:
Y de pronto, en el suelo, lo que parece un artefacto de cocina olvidado por los antiguos habitantes de estas tierras:
Oh, espera, no...es una maruchan. Quiero decir muchas groserías pero por no profanar el suelo que piso, respiro y me contengo. Pero ahora que no estoy ahí ya puedo decir que se me ocurre que la dejó el mismo que dejó la lata de cerveza que llevo rato cargando en la bolsa trasera de mi jersey y que le sugiero use su recto como basurero en vez del bello desierto que no tiene culpa de sus cochinos hábitos.
Conforme avanzo veo más rocas pintadas. Las figuras se repiten, además noto que la mayoría de las pinturas están de cara al oeste. De nuevo repaso lo recién leído: se cree que, por ser producto de sueños, la mayoría de las pinturas debieron ser hechas cerca del amanecer, después de que el shaman despertara de su trance. Con ello, estas pinturas pudieron haber sido hechas mientras el sol estaba detrás de ellas, apenas saliendo, pero quedan bien iluminadas desde antes de mediodía y hasta que el sol se mete. Entro a lo que parece un cañón.
Y más pinturas. Llego a la conclusión de que estos shamanes tenían sueños muy locos.
Las pinturas de esta parte están vandalizadas, un tal Juan y un tal Rafael, entre otras firmas que vi, decidieron hacer su contribución al ancestral arte, poniendo sus nombres en las rocas. Les deseé lo mismo que al de la lata de cerveza y la maruchan.
Pero luego no pude evitarlo y dejé mi firma también.
(No es cierto, eso ya estaba ahí cuando llegué).
Y así me entero de que esta es la entrada a Las Pintas, y que por donde yo llegué es más bien la salida. La ventaja es que si hubiera llegado por aquí, seguramente no hubiera ido mucho más allá y me hubiera perdido de bastante, así que me pongo feliz de haberme equivocado de entrada.
Desde aquí hasta mi bici sólo caminé 45 minutos, contrario a las dos horas que me tomó de mi bici a las primeras pinturas que vi. Libélula me esperaba descansando bajo el árbol.
Contento y con mil cosas en la cabeza, vuelvo a la casa. Al llegar la encuentro vacía de seres vivos. Mi imaginación juega de nuevo a inventar historias, pero al cabo de una hora, el pastor y sus ovejas aparecen de nuevo. Le digo a mi imaginación: “¿Ves? Te dije que eran reales.” Antonio me pregunta cómo me fue, mi respuesta inicia con una sonrisa, y comienza una plática que termina hasta bien pasado el atardecer.
A la mañana siguiente, a sugerencia de Antonio, tomo un raite para volver a la carretera. Cerca de aquí hay un lugar donde extraen piedra (como las de la foto de la araña en el suelo) para venderla en los EEUU, así que Antonio detiene a uno de los trabajadores del lugar que se dirige a El Rosario y le pide de favor que me lleve. Me despido del cholo retirado y le regalo la placa de Sonora que vengo cargando desde Puerto Peñasco, que tanto le gustó desde que llegué. Antonio no tiene email ni celular, pero me da la tarjeta de un primo de él que tiene un taller mecánico en el Otro lado y me pide que a él le mande las fotos de las pintas, y que algún día cuando su primo lo visite se las llevará.
Y así, en menos de una hora cubrimos lo que a mí me tomó cuatro. Les agradezco el favor a los tres chiapanecos y al michoacano y estoy de vuelta en la carretera. Mientras me alejo pedaleando siento que Las Pintas fue un mero pretexto y no el motivo para venir aquí. Mi verdadera intención era encontrarme con Antonio; mi propósito, visitar a un amigo, que no sabía que tenía.
Creo que el largo trecho de desierto ya empieza a afectarme. Y apenas llevo 50 kilómetros en él...
De las experiencias que mas me han gustado Daniel, pronto espero compartirte un relato como el tuyo producto de la motivación e ilusión que se genera cuando alguien lee tus terapias al aire libre. Saludos y que la rueda siga girando.
ResponderEliminarGracias Ivancho. Perdón por la respuesta tardía, aparentemente pasé más tiempo del que creí sin actualizar el blog y no había visto un par de comentarios. Acabo de poner una nueva entrada, por si andas aburrido. Y espero leer historias tuyas pronto!!!
EliminarExcelentes fotografias y relatos. Un fuerte abrazo my dear Daniel
ResponderEliminarGracias tío. Ya subí una parte, no sé si ya la vio. Está más cortita. Saludos!
EliminarGran recorrido, excelente relato e imágenes. Saludos!!
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Justo acabo de subir una nueva parte, por si te interesa. Buen día! :D
EliminarLloro de la emoción.
ResponderEliminarPanchera te quiero ;***
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