*Advertencia: contiene violencia y un par de groserías.
Se presentó a trabajar, como algunos otros
que conocí, vía una agencia de empleos. Vas, te registras, y te llaman para
avisarte que hay trabajo. Bajo de estatura, flaquito, ligeramente encorvado,
cabello y bigote canuzco; me dio una impresión de fragilidad, de alguien que
debe ser tratado con cuidado. Intercambiamos nombres. Bill era el suyo. Hacía
no mucho se había mudado a Tucson desde Maine. Yo no tenía idea de dónde quedaba
Maine, pero me sonaba de algún lado (sólo horas después caería en cuenta de que
estaba leyendo “Misery”, de Stephen King. Las historias de King suelen suceder en
Maine). Entre pláticas, Bill me cuenta que tiene una licencia para marihuana
medicinal que sacó en Maine, pero que al llegar aquí le dijeron que no tenía
validez. Como solía consumirla de manera habitual, si le hacen prueba de sangre
le va a salir positivo así que aún no puede aplicar para muchos empleos. Le
pregunto por qué no saca una licencia local, él me responde que no tiene dinero
para tramitarla y que aunque la tramitara, no tiene dinero para comprar la
marihuana de todos modos.
El trabajo en general es sencillo. Hablar con la gente que llega a la tienda, acomodar cosas aquí y allá. A veces hay que mover piezas de un lado a otro, y algunas pesan lo suficiente como para requerir dos personas. Tenemos que mover una mesa y antes de levantarla le digo a Bill que me diga si quiere descansar y que no hace falta apresurarnos ni lastimarnos (al cabo nos pagan por hora…). Bill efectivamente me dice que bajemos la mesa un par de veces antes de llegar a nuestro destino. Desde entonces yo empecé a colocarme del lado más pesado cada que nos tocaba mover algo.
Un día particularmente soleado yo menciono
que cuando vuelva a casa lo primero que haré será ir a la playa. Bill menciona
que en Maine tenía la playa a minutos de su casa pero nunca iba. El mar allá
arriba es frío y llueve mucho. “¿Por qué te fuiste de Maine?”, le pregunto a
Bill. “Porque ya no lo soportaba más.” Razón más que suficiente, pienso yo, sin
preguntar más. Pero luego Bill empieza a contarme que trabajaba en un Quickmart
o algo así y que una noche a la 1am entró un tipo, le apuntó una pistola a la
cabeza y le dijo que le diera el dinero. Bill procedió a entregarle los 20
dólares que había en la registradora mientras intentaba convencer al asaltante
de que él no tenía las llaves de la caja fuerte. El tipo se fue y Bill llamó a
su jefe para reportarle lo sucedido. El jefe le dijo que llegaría a las 6am, o
sea, a la hora normal. Cuando el jefe llegó, Bill le entregó las llaves y le dijo
aquí está su changarro ái nos vemos. Entonces Bill y su esposa vendieron mucho
de lo que tenían, incluyendo uno de dos carros, compraron una casa tráiler, la
pegaron a su carro restante, y se vinieron a Tucson. Cuando le cuelgas una casa
rodante de cierto peso a un carro que no está hecho para ese peso, dicho carro
avanzará a menos de 80 kilómetros por hora. En lo plano. Y tuvieron que
atravesar montañas. Bill me cuenta que llegar a Tucson les tomó doce días de
manejar apenas parando para medio comer y medio dormir. “¿Por qué a Tucson?”,
le pregunto yo. Bill me dice que hace ocho años ellos ya vivían aquí así que
solamente se devolvieron. Pero devolverse les requirió todo el dinero que
tenían, y por eso agarró la primera oportunidad de trabajo que se le presentó.
Tan así, que cuando fue a la oficina de empleos lo mandaron directamente para
acá y como lo tomó por sorpresa no había tenido tiempo de desayunar. Le ofrezco
la mitad de una zanahoria que estoy por comerme justo en ese momento, pero la
rechaza.
Cuando no tiene una misión en concreto que
cumplir, Bill camina por la tienda con los codos doblados y las manos
ligeramente levantadas hacia adelante. A veces se para frente a mí con un
rostro sin expresión determinada y me da la impresión de que me quiere decir
algo, para luego de un segundo sólo sonreír. Le pregunto “What’s up?”, y
moviendo la cabeza me dice que nada y continúa su rondín. A veces que estoy
haciendo algo yo solo, como envolver mercancía o algo así, aprovecho para
ponerme un audífono y oír música, que el country de la tienda ya me
tiene…harto. Pero desde que Bill llegó me tengo que esconder si estoy en una
misión en solitario. Bill parece no poder verme trabajar a solas porque siempre
llega a ayudarme. Y envolver un caballito de madera entre dos personas puede
ser algo medio enredoso. Así que a veces lo dejo en esa misión y me voy a la
siguiente que tengo en mi lista. Nada contra su persona, es sólo que me gusta
ese ratito a solas durante un día de trabajar en una tienda donde siempre hay gente preguntando cosas.
Pasa otro día y no veo que Bill coma. Le
ofrezco una zanahoria y la rechaza de nuevo. Pero esta vez, me dice que sus
dientes no están fuertes para comer cosas duras. Mientras vuelvo a guardar el
puño de almendras que estaba a punto de ofrecerle, me cuenta que un tiempo
trabajó como guardia de seguridad en una prisión en Maine. Me dice que tres
presos le dieron una paliza. Y desde entonces tiene la dentadura floja y
dolores en el cuerpo, sobre todo en la espalda. Y por eso es que empezó a usar
marihuana como tratamiento. Y por eso tiene que tener especial cuidado a la
hora de levantar cosas, y en su vida en general. No sé qué responder a su
historia. No me atrevo a preguntarle por qué tres presos decidieron aporrear a
un guardia de seguridad. El antagonismo del dúo preso-guardia me es evidente,
pero no me imagino a nadie queriendo golpear al Buen Bill, a Billy Boy, a Billy
the Kid. Chingao si yo estoy cuidándolo de que no trabaje demasiado. Bill me
cuenta que está en proceso, por tercera vez, para que le den “disability”, lo
cual significaría que recibiría atención médica y un sueldo como consecuencia
de lo que le pasó en la prisión. Ya se lo han negado dos veces, pero está
optimista de que ésta vez sí se la den. Yo vomito por dentro pensando en qué
horrible proceso burocrático sería capaz de negarle disability a alguien que
fue licuado a golpes en su lugar y horario de trabajo. El día siguiente llego
con un bote de crema de cacahuate y algunas rebanadas de pan, pensando en la
dentadura de Bill. Ésta vez él acepta y procede a hacerse un sándwich.
Bill siempre llegaba más temprano que yo. Una mañana llego y no lo veo y me temo que haya decidido no continuar, como he visto hacer a muchos otros desde que empecé. Lo veo llegar dos horas después, todo agitado y expresando el mal humor de la manera que le es posible: las cejas levemente fruncidas y caminando un poco más rápido de lo normal. Sin decir nada va y se sienta a la misma esquina donde pasó la mayor parte del día de ayer para continuar con lo que estaba haciendo. Pone pegamento líquido en un cráneo roto de búfalo, y sostiene la pieza rota en su lugar hasta que el pegamento fije. Esto requiere que Bill no se mueva durante unos minutos, así como más paciencia de la que yo tengo y por eso estoy contento de que no me hayan puesto a mí a hacer eso. Tiempecito después voy con él, lo saludo, y le pregunto cómo está. “Se llevaron mi carro esta mañana. Salí y ya no estaba. Tuve que venir caminando”. What?! How?, le digo yo, pensando que se lo habían robado. Bill me explica que se lo llevó la compañía a quien se lo compró, por estar atrasado en sus pagos. Debe los últimos tres meses, que en dinero son unos $1200 dólares. $1200 dólares que Bill no tiene y dudo que vaya a tener pronto. Lléveme la chingada, Bill, ¿y ahora? Creo que sería menos pior que te lo hubieran robado. Bill habla con el jefe para reponer esas dos horas, y para decir que le pedirá prestada la troca de su hermana mientras encuentra una mejor solución.
Los días siguientes le digo a Bill en forma
de recordatorio que ahí está la crema de cacahuate para cuando quiera. Sin
querer sonar a que lo quiero obligar a comer, la verdad es que sí es así. Yo todo
el día estoy echándome almendras, zanahorias y naranjas a la boca y aun así
llego a casa directo a cenar. El penúltimo día de trabajo hacía un chingo de
viento. La carpa de la tienda se movía de un lado a otro y a ratos me daba la
impresión de que se iba a volar. Noté que Bill había traído sus audífonos, y me
dio gusto pensar que estuviera alegrando su jornada con algo de música. Después
de un par de horas lo noté intranquilo, checaba mucho su celular, y no parecía
que fuera para cambiar de canción. Se para enfrente de mí pero, como
acostumbra, no dice nada. Yo, también como acostumbro, le pregunto “What’s
up?”. Excepto que ésta vez sí pasa algo. Me enseña la pantalla de su celular y
me dice “El viento movió mi casa de su base”, y me muestra unas fotos que le
mandó su esposa. La casa rodante se ve peligrosamente desviada de su base, y da
la impresión de que se va a girar hacia un lado. Fuck, Billy, qué vas a hacer.
Bill continúa trabajando un rato más pero es claro que su cabeza está en otro
lado, y no es cosa menor. El viento no aminora. Minutos después, desde el lugar
donde estoy veo a Bill hablando con el jefe, para después recoger sus cosas e
irse con paso apresurado. Bill no volvería al día siguiente ni al siguiente,
los últimos días de trabajo. Mientras escribo esto, pienso en qué tan factible
sería ponerle globos a una casa y que el viento se la lleve lejos. Quién sabe,
quizá Billy descansa en este momento en algún lugar de las montañas en
Sudamérica, donde no necesite carro, no haya quién le cobre deudas, no haya
quién lo lastime, tenga comida sana de sobra, y pueda fumar toda la marihuana
que se le pegue la gana.
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