miércoles, 29 de agosto de 2018

Historias cortas del camino ep. IV: Bill

*Advertencia: contiene violencia y un par de groserías.

Se presentó a trabajar, como algunos otros que conocí, vía una agencia de empleos. Vas, te registras, y te llaman para avisarte que hay trabajo. Bajo de estatura, flaquito, ligeramente encorvado, cabello y bigote canuzco; me dio una impresión de fragilidad, de alguien que debe ser tratado con cuidado. Intercambiamos nombres. Bill era el suyo. Hacía no mucho se había mudado a Tucson desde Maine. Yo no tenía idea de dónde quedaba Maine, pero me sonaba de algún lado (sólo horas después caería en cuenta de que estaba leyendo “Misery”, de Stephen King. Las historias de King suelen suceder en Maine). Entre pláticas, Bill me cuenta que tiene una licencia para marihuana medicinal que sacó en Maine, pero que al llegar aquí le dijeron que no tenía validez. Como solía consumirla de manera habitual, si le hacen prueba de sangre le va a salir positivo así que aún no puede aplicar para muchos empleos. Le pregunto por qué no saca una licencia local, él me responde que no tiene dinero para tramitarla y que aunque la tramitara, no tiene dinero para comprar la marihuana de todos modos.

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El trabajo en general es sencillo. Hablar con la gente que llega a la tienda, acomodar cosas aquí y allá. A veces hay que mover piezas de un lado a otro, y algunas pesan lo suficiente como para requerir dos personas. Tenemos que mover una mesa y antes de levantarla le digo a Bill que me diga si quiere descansar y que no hace falta apresurarnos ni lastimarnos (al cabo nos pagan por hora…). Bill efectivamente me dice que bajemos la mesa un par de veces antes de llegar a nuestro destino. Desde entonces yo empecé a colocarme del lado más pesado cada que nos tocaba mover algo.

Un día particularmente soleado yo menciono que cuando vuelva a casa lo primero que haré será ir a la playa. Bill menciona que en Maine tenía la playa a minutos de su casa pero nunca iba. El mar allá arriba es frío y llueve mucho. “¿Por qué te fuiste de Maine?”, le pregunto a Bill. “Porque ya no lo soportaba más.” Razón más que suficiente, pienso yo, sin preguntar más. Pero luego Bill empieza a contarme que trabajaba en un Quickmart o algo así y que una noche a la 1am entró un tipo, le apuntó una pistola a la cabeza y le dijo que le diera el dinero. Bill procedió a entregarle los 20 dólares que había en la registradora mientras intentaba convencer al asaltante de que él no tenía las llaves de la caja fuerte. El tipo se fue y Bill llamó a su jefe para reportarle lo sucedido. El jefe le dijo que llegaría a las 6am, o sea, a la hora normal. Cuando el jefe llegó, Bill le entregó las llaves y le dijo aquí está su changarro ái nos vemos. Entonces Bill y su esposa vendieron mucho de lo que tenían, incluyendo uno de dos carros, compraron una casa tráiler, la pegaron a su carro restante, y se vinieron a Tucson. Cuando le cuelgas una casa rodante de cierto peso a un carro que no está hecho para ese peso, dicho carro avanzará a menos de 80 kilómetros por hora. En lo plano. Y tuvieron que atravesar montañas. Bill me cuenta que llegar a Tucson les tomó doce días de manejar apenas parando para medio comer y medio dormir. “¿Por qué a Tucson?”, le pregunto yo. Bill me dice que hace ocho años ellos ya vivían aquí así que solamente se devolvieron. Pero devolverse les requirió todo el dinero que tenían, y por eso agarró la primera oportunidad de trabajo que se le presentó. Tan así, que cuando fue a la oficina de empleos lo mandaron directamente para acá y como lo tomó por sorpresa no había tenido tiempo de desayunar. Le ofrezco la mitad de una zanahoria que estoy por comerme justo en ese momento, pero la rechaza.

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Cuando no tiene una misión en concreto que cumplir, Bill camina por la tienda con los codos doblados y las manos ligeramente levantadas hacia adelante. A veces se para frente a mí con un rostro sin expresión determinada y me da la impresión de que me quiere decir algo, para luego de un segundo sólo sonreír. Le pregunto “What’s up?”, y moviendo la cabeza me dice que nada y continúa su rondín. A veces que estoy haciendo algo yo solo, como envolver mercancía o algo así, aprovecho para ponerme un audífono y oír música, que el country de la tienda ya me tiene…harto. Pero desde que Bill llegó me tengo que esconder si estoy en una misión en solitario. Bill parece no poder verme trabajar a solas porque siempre llega a ayudarme. Y envolver un caballito de madera entre dos personas puede ser algo medio enredoso. Así que a veces lo dejo en esa misión y me voy a la siguiente que tengo en mi lista. Nada contra su persona, es sólo que me gusta ese ratito a solas durante un día de trabajar en una tienda donde siempre hay gente preguntando cosas.

Pasa otro día y no veo que Bill coma. Le ofrezco una zanahoria y la rechaza de nuevo. Pero esta vez, me dice que sus dientes no están fuertes para comer cosas duras. Mientras vuelvo a guardar el puño de almendras que estaba a punto de ofrecerle, me cuenta que un tiempo trabajó como guardia de seguridad en una prisión en Maine. Me dice que tres presos le dieron una paliza. Y desde entonces tiene la dentadura floja y dolores en el cuerpo, sobre todo en la espalda. Y por eso es que empezó a usar marihuana como tratamiento. Y por eso tiene que tener especial cuidado a la hora de levantar cosas, y en su vida en general. No sé qué responder a su historia. No me atrevo a preguntarle por qué tres presos decidieron aporrear a un guardia de seguridad. El antagonismo del dúo preso-guardia me es evidente, pero no me imagino a nadie queriendo golpear al Buen Bill, a Billy Boy, a Billy the Kid. Chingao si yo estoy cuidándolo de que no trabaje demasiado. Bill me cuenta que está en proceso, por tercera vez, para que le den “disability”, lo cual significaría que recibiría atención médica y un sueldo como consecuencia de lo que le pasó en la prisión. Ya se lo han negado dos veces, pero está optimista de que ésta vez sí se la den. Yo vomito por dentro pensando en qué horrible proceso burocrático sería capaz de negarle disability a alguien que fue licuado a golpes en su lugar y horario de trabajo. El día siguiente llego con un bote de crema de cacahuate y algunas rebanadas de pan, pensando en la dentadura de Bill. Ésta vez él acepta y procede a hacerse un sándwich.

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Bill siempre llegaba más temprano que yo. Una mañana llego y no lo veo y me temo que haya decidido no continuar, como he visto hacer a muchos otros desde que empecé. Lo veo llegar dos horas después, todo agitado y expresando el mal humor de la manera que le es posible: las cejas levemente fruncidas y caminando un poco más rápido de lo normal. Sin decir nada va y se sienta a la misma esquina donde pasó la mayor parte del día de ayer para continuar con lo que estaba haciendo. Pone pegamento líquido en un cráneo roto de búfalo, y sostiene la pieza rota en su lugar hasta que el pegamento fije. Esto requiere que Bill no se mueva durante unos minutos, así como más paciencia de la que yo tengo y por eso estoy contento de que no me hayan puesto a mí a hacer eso. Tiempecito después voy con él, lo saludo, y le pregunto cómo está. “Se llevaron mi carro esta mañana. Salí y ya no estaba. Tuve que venir caminando”. What?! How?, le digo yo, pensando que se lo habían robado. Bill me explica que se lo llevó la compañía a quien se lo compró, por estar atrasado en sus pagos. Debe los últimos tres meses, que en dinero son unos $1200 dólares. $1200 dólares que Bill no tiene y dudo que vaya a tener pronto. Lléveme la chingada, Bill, ¿y ahora? Creo que sería menos pior que te lo hubieran robado. Bill habla con el jefe para reponer esas dos horas, y para decir que le pedirá prestada la troca de su hermana mientras encuentra una mejor solución.

Los días siguientes le digo a Bill en forma de recordatorio que ahí está la crema de cacahuate para cuando quiera. Sin querer sonar a que lo quiero obligar a comer, la verdad es que sí es así. Yo todo el día estoy echándome almendras, zanahorias y naranjas a la boca y aun así llego a casa directo a cenar. El penúltimo día de trabajo hacía un chingo de viento. La carpa de la tienda se movía de un lado a otro y a ratos me daba la impresión de que se iba a volar. Noté que Bill había traído sus audífonos, y me dio gusto pensar que estuviera alegrando su jornada con algo de música. Después de un par de horas lo noté intranquilo, checaba mucho su celular, y no parecía que fuera para cambiar de canción. Se para enfrente de mí pero, como acostumbra, no dice nada. Yo, también como acostumbro, le pregunto “What’s up?”. Excepto que ésta vez sí pasa algo. Me enseña la pantalla de su celular y me dice “El viento movió mi casa de su base”, y me muestra unas fotos que le mandó su esposa. La casa rodante se ve peligrosamente desviada de su base, y da la impresión de que se va a girar hacia un lado. Fuck, Billy, qué vas a hacer. Bill continúa trabajando un rato más pero es claro que su cabeza está en otro lado, y no es cosa menor. El viento no aminora. Minutos después, desde el lugar donde estoy veo a Bill hablando con el jefe, para después recoger sus cosas e irse con paso apresurado. Bill no volvería al día siguiente ni al siguiente, los últimos días de trabajo. Mientras escribo esto, pienso en qué tan factible sería ponerle globos a una casa y que el viento se la lleve lejos. Quién sabe, quizá Billy descansa en este momento en algún lugar de las montañas en Sudamérica, donde no necesite carro, no haya quién le cobre deudas, no haya quién lo lastime, tenga comida sana de sobra, y pueda fumar toda la marihuana que se le pegue la gana.

So long, Billy Boy.

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