lunes, 14 de marzo de 2016

A través del Desierto de Altar (Puerto Peñasco a San Luis Río Colorado, 6-12 de marzo)

Día 7 – Visita (¿fallida?) a El Pinacate (112 km)

El plan consistía en visitar el mítico lugar de los cráteres y pasar una noche ahí. Al no haber puntos de suplemento dentro del Parque, me cargo con agua y comida para dos días. Aviso a la familia de Peñasco que hoy duermo fuera y mañana vuelvo para pasar una noche y después continuar hacia el oeste (mi ruta me exige volver a Puerto Peñasco para seguir mi camino).


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La ruta es corta, poco más de 50 km, por lo cual voy tranquilo y me entretengo con todo. Después de tomar la foto anterior me doy cuenta de que hay una bolita en la llanta de mi bici. El desierto empieza a desplegar su artillería, atacando a las llantas y a mis piernas. Afortunadamente ninguno de los dos nos ponchamos, y seguimos el camino.

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Al tomar la desviación hacia la entrada a El Pinacate ya no hay nadita de tráfico, y a lo lejos se divisa lo que creo es parte del complejo volcánico.

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De nuevo tengo un camino para mí solo, y con ello la oportunidad para tontear con la cámara.

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Me siento feliz de estar aquí, avanzo fácilmente y me detengo ante cualquier cosa que llama mi atención: una planta, un letrero de “Cruce peatonal de lobos”, la lava disecada, ignorando por completo las condiciones opuestas que me esperan en las próximas horas. Eso me pasa por no poner atención en la clase de Adivinación.

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Llego a la entrada al Parque, donde recibo la mala noticia: no está admitida la entrada en bicicleta, solamente en automóvil, ya que no hay condiciones adecuadas para bicis.
-Pero, pero...¿qué no tienen una ciclopista adentro?
-Si, pero para llegar a ella hay que meter la bici en carro y llevarla hasta el lugar. (Usted, lector@, es libre de imaginar qué cara hice al escuchar esto...)
-No me asusta un poco de terracería, y tengo provisiones para dos días (y sin malpasarme).

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Nop. No se puede. Me comparan con una motocicleta. Como si el desgaste del suelo causado por una moto fuera mínimamente similar al que causa una bici. Decido esperar, a ver si algún auto que venga de visita tiene espacio para mí y al menos poder entrar así. Mientras espero, consumo los alimentos de mediodía, y tras un rato me doy cuenta de que no estoy solo.

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Se llega la hora límite para entrar al Parque y ningún carro llegó. Intento despedirme de mi nuevo amigo pero ya ni él está, probablemente decidió terminar nuestra corta amistad porque no le di de mis burritos (juro que hay una razón científica para no hacerlo, no nomás por comesolo). Monto a la bici y empiezo a pedalear de regreso a Puerto Peñasco con la intención de ir rápido para no dejar que la tristeza me alcance. Desafortunadamente había un viento viniendo de la costa que se encargó de que sí lo hiciera.

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Día 8 – A través del desierto en un caballo sin nombre (100 km)

250 kilómetros me separan de San Luis Río Colorado, el último punto antes de brincar a Baja California, y donde ya tengo un contacto para visitar. El plan es hacer 150 km hasta Golfo de Santa Clara en un día, y 100 km de ahí a San Luis en otro. El primer día tendría que esforzarme un poco más de lo normal, pero me parece posible porque he hecho distancias similares antes. Ayer tenía el viento de frente al volver a Peñasco viniendo desde el norte, así que si hoy sigue igual debería al menos no estar de frente siendo que yo voy al oeste. Lógico, ¿no?

Pues no. El viento decide soplar desde el oeste-norte, justo la dirección en la que planeo dirigirme los próximos dos días. Tras despedirme de las maravillosas personas que me adoptaron por los días pasados, empiezo mi camino, tratando de apurarme siendo que tengo una larga distancia que cubrir este día. Pero siempre hay algo que me distrae.

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Mi paso apresurado dura poco, y de todos modos poco valía la pena el esfuerzo. Me cuesta mantenerme en los 15 km/h, y no habiendo un cerro a la vista, el viento hace conmigo lo que quiere. El cielo comienza a cubrirse de nubes que toman un color rosado claro, algo que nunca había visto en mi vida.

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Llega la hora de comer y calmo mi frustración con una comida de lujo: un coctel de camarón que la Tía Luly me dio antes de irme. Me siento en el suelo y pronto estoy cubriéndome de arena. Oh sí, el viento. Me pongo de espaldas a él para que no le entre tierra a mi coctel. Al terminar doy un trago a mi botella de agua y además de agua tomo de la arena que se acumuló en el chupón. Ahí va mi porción de minerales del día.

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Retomo mi camino, intentando no poner atención al velocímetro, y concentrándome en la canción que oigo y en lo que me rodea. Un letrero me hace soltar una carcajada que el viento rápidamente se lleva lejos de ahí:

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Es bueno saber que alguien tiene bien en claro sus convicciones, porque las mías por lo pronto flaquean, al no estar muy seguro de qué estoy haciendo ni por qué. Las horas transcurren y mi progreso es poco, la frustración de tener que cubrir la distancia que me había propuesto da paso a la resignación de aceptar que por más que lo intente eso no sucederá, no al menos este día. Es sólo entonces que empiezo a ser realmente consciente del lugar en el que me encuentro, y hasta podría decir que comienzo a disfrutarlo. El cielo ha terminado de cubrirse de algodón de azúcar, y la arena reclama el lugar que el pavimento le quitó.

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Caen unas cuantas gotas de agua y por si las dudas me detengo a sacar mi impermeable, que por supuesto es lo que más escondido está en mis mochilas, ya que yo tenía entendido que por acá no llovía. Y aunque a lo lejos si se ve que está lloviendo, a mí nunca me llega. El sol empieza a ocultarse y con ello mi jornada del día debe terminar. He cubierto 98 km este día y me tienta el completar los 100, pero a mi lado hay una duna lo suficientemente grande como para servirme de escondite, así que ahí decido parar. Me despojo de reflectores que pudieran delatar mis movimientos y tras asegurarme de que no viene carro alguno, me adentro en el desierto para buscar lo que será mi hogar de la noche. Mis nuevos vecinos se divierten viéndome batallar, ya que el viento no cede y me hace tener que ponerle peso encima a mi casa de acampar para que no se vuele mientras la instalo. Una vez dentro, ceno un sándwich de atún y duermo casi de corrido, excepto por la vez en que unos ruidos me hicieron ponerme alerta y que el frío me hizo ponerme ropa en la madrugada.

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Día 9 – “No eres tú contra la naturaleza, eres tú en la naturaleza” (60 km + un camión)


La mañana llega y sin salir de mi sleeping me asomo a ver qué novedad hay afuera. Nop, el viento sigue ahí. Me enfoco en lo bonito del amanecer para no pensar en ello por un rato.


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Al salir encuentro rastros de los que tenían la fiesta anoche. Con el frío que hizo no iba ni aunque me hubieran invitado. Recojo mi changarro, y salgo a la carretera de nuevo.



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Intento empezar de cero con el viento, pero no me lo pone fácil. Lleva 24 horas sonando sin parar en mis oídos, y por más que le subo a la música, se sigue oyendo. En un momento hasta me arranca el audífono del oído. Me he acabado el agua de mis botellas y las relleno del contenedor de seis litros, pero primero se quería llevar la botella vacía, y una vez que la apreté entre mis pies, ahora se quería llevar el chorro y me hace tirar agua, que aunque fue poca de todos modos me frustra el verla desaparecer en la arena sin dejar rastro.

Un letrero me avisa que estoy entrando a la segunda Reserva de la biósfera en este viaje.





Mi ánimo se levanta un poquito por esto, y hasta veo un corazón en el cielo.






Sin embargo, mi enamoramiento acaba cuando El Viento (ahora con mayúsculas, ya que fue en este momento que empecé a insultarle hablarle directamente) incrementa y batallo para mantener los 8 km/h. ¡Ahora extraño los 15 de ayer! La ventaja es que a ese ritmo uno tiene tiempo de admirar a detalle el paisaje que te rodea.



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En una sección decido caminar y comparo mi velocidad a pie versus en bici: 3 kilómetros por hora de diferencia. Seguro no me atrasará mucho si me detengo a tomar una selfie.



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En un momento poco después de mediodía oigo un pequeño sonido metálico proveniente de la llanta trasera. Aunque de bajo volumen, es bien reconocible para quien pasa un considerable tiempo de su vida sobre una bicicleta. Me bajo y confirmo mi sospecha: se ha roto un rayo. En la ciudad no es un problema que te impida volver a casa. Pero bajo el peso de una bici cargada, desatender un rayo puede llevar a que los demás paguen por la tensión que este ha dejado de soportar y empiecen a romperse también. Así que a reparar se ha dicho. Bueno, de todos modos ya era hora de comer. Todo lo que pongo en el suelo se llena de arena en poco tiempo. Mi situación me recuerda a un cuento de Ray Bradbury donde los personajes llegan a un planeta donde siempre, siempre, siempre llueve, y todas sus acciones están en función de la permanente presencia de lluvia (pueden leerlo aquí: Ray Bradbury - La larga lluvia )



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El Golfo de Santa Clara no debía estar demasiado lejos. Ansiaba llegar ahí y disfrutar de un momento de paz fuera del Viento, resguardado tras alguna pared. Entonces, frente a mis ojos, la tierra se abre.



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Conforme avanzo el cañón se acerca más y más a la carretera.



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Hasta que aparece frente a mí una bajada que me lleva hacia la costa, con hipnotizantes formaciones geológicas a ambos lados.



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Llego por fin al Golfo de Santa Clara en el doble del tiempo que esperaba. Aún a 100 km de San Luis, decido que he tenido suficiente, que tras dos días y medio no se me antoja para nada pasar ni un solo día más bajo los abanicos del mundo, y que buscaré algún transporte que me saque de aquí, de donde de todos modos lo primero que me dicen al llegar es “ten cuidado con los malandrines”. No es que no haya escuchado esto antes de muchos otros lugares. Es sólo que no estaba en ánimos de escucharlo. Llego a la farmacia de donde salen los camiones hacia San Luis y mientras espero, convivo con un par de personas. Uno de ellos es un policía federal, quien se me acerca y me dice que a él también le gusta viajar, pero en su carro.

-Hace poco fui a Coahuila, es muy bonito. Pero los policías son muy cabrones por allá.
Yo me fijo en su placa, confundido por lo que acabo de escuchar. ¿No estoy hablando con un policía? Y le pregunto:
-¿Cabrones cómo?
-Sí, nomás están viendo a quien sacarle dinero, y no te dejan circular en paz.
En eso se despide y vuelve con su compañero, quien interroga a un muchacho con finta de que trabaja en una pescadería, y a quien han sorprendido sin licencia ni documentos vehiculares. Supongo que lo que me dijo de los policías lo dice por experiencia...

Yo me siento en el suelo a comer, y mientras acomodo las cosas, una mano entra en mi campo visual. Agarra mi botella de salsa y la levanta. Yo pensé que se la iba a llevar pero al subir la mirada veo a un hombre delgado, de unos 50 años, que vuelve a poner la salsa en el suelo y se ríe. Me río con él y mientras pienso ofrecerle de lo que voy a comer el hombre me dice “¡Te quiero!” y se va sin dejar de sonreír y cantando. Quién era, por qué lo dijo, y qué llevaba en la bolsa de plástico que traía en la mano, son preguntas que Usted, lector@, puede usar como excusa para agregarle un poco de imaginación a su día.

Esa misma noche llego vía autobús a San Luis Río Colorado, ahorrándome otros 100 km bajo un viento que no da tregua, donde me espera Grecia, y donde paso algunos días conviviendo y disfrutando de su compañía y la de su familia, viendo lo que hay en esta ciudad fronteriza. Como un señor compartiendo sus tortillas con las palomas y después tomando una siesta, por ejemplo.

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Grecia es entrenadora deportiva y planea viajar en bicicleta llevando una dieta crudivegana, de la cual espero haga un reporte porque sería una contribución valiosa tanto para el veganismo como para el ciclismo.


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Llegado el día 13 de haber salido de casa y cargado de buena energía gracias a mi familia adoptiva, monto mi bici de nuevo para irme a Mexicali, y con ello, entrar a un nuevo estado de la república Mexicana para empezar un nuevo capítulo del viaje. Adiós Sonora, ¡hola Baja California!



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miércoles, 9 de marzo de 2016

De Hermosillo a Puerto Peñasco por la Carretera Costera (29/feb a 5/mar 2015)


Día Cero – Un inicio en falso (0 km)

Había decidido explorar una nueva ruta, debido a que la carretera Hermosillo – Bahía de Kino ya la he recorrido varias veces. Durante días usé Google maps para trazar un camino hacia Puerto Libertad que prometía 80 km de terracería rodeada por nada más que monte.


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Inicio el camino, que rápidamente se convierte en tierra y a ratos arena que se traga mis llantas y me hace bajarme y empujar. Zigzagueo por una serie de caminos que llevan a ranchos varios. Paso junto a una reja con un letrero que advierte: “No pasar sin permiso. Podría salir lesionado y/o preso”. Qué bueno que yo no planeo ir por ahí...
A los 25 km, cuando empezaba ahora sí el camino “real”, me encuentro con otra reja. Esta vez sí planeaba ir por ahí. Era justo el camino que buscaba. Y una reja, una cadena y un candado me dicen que nel, por ahí no. Viene a mi mente el letrero en la reja anterior...

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Como ya pasa de mediodía, decido volver a casa, planear una ruta distinta, y reiniciar al día siguiente.


Día 1 – Hermosillo a Restaurante de Amanda (100 km)

La primer parte del día inició con un progreso rápido. Tomé la carretera a Kino que ya bien conozco y de la cual deseaba salir en el menor tiempo posible. En cerca de hora y media estaba en la desviación hacia Puerto Libertad, la Calle Cero, y el tráfico se reduce considerablemente, una de mis cosas favoritas de tomar caminos alternativos.

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El resto de la jornada transcurre sin muchos eventos, excepto la emoción de un nuevo camino. No hay mucho: interminables campos agrícolas y una tienda cada tantos kilómetros. Me detengo en una de ellas y llega una ambulancia. Son los de Protección Civil de Puerto Libertad. “Nos conocen como Equipo Cimarrones. Pregunta por nosotros cuando llegues para que te quedes ahí”. Han venido desde allá para transferir a una señora de unos 70 años a otra ambulancia. Se fracturó la cadera y la llevarán a Hermosillo a ser atendida. Va directo al quirófano, me dice uno de  los Cimarrones. La señora se queja poco. Hace años yo me partí en dos el hueso del dedo meñique y cuando me lo acomodaron me salieron lágrimas.

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Genial, ya tengo lugar en mi destino de mañana. Ahora solo debo buscar el de hoy. Mi límite para pedalear es la puesta del sol, que en esta época del año es a las 18:30 horas. Seguir a oscuras me parece un peligro innecesario (“Como si hacerlo de día no lo fuera suficiente”, dijo alguien una vez...). Justo acabo de cubrir los 100 km que me propuse para el día, el problema es que ahora no hay más que naranjos a mi alrededor. Huele hermoso. Me recuerda a mis días primaverales en la Universidad, cuando los árboles se cubren de flor de azahar y toda la escuela huele re bonito. A mi izquierda aparece un restaurante, y decido llegar a comer y pedir un espacio para acampar.
Aquí conozco a Amanda y a su mamá, quienes viven y trabajan en este lugar. La cena que me ofrecen está deliciosa, pero más rica aún fue la convivencia con ellas. Me cuentan que al ser la única cocina abierta en quién sabe cuántos kilómetros a la redonda, ven pasar a todo tipo de gente. Militares de gatillo fácil que dejan su firma con hoyos en la pared, policías en operativos que jamás serán documentados, traileros de porte vaquero con uñas postizas largas, azules y con diamantitos, familias rarámuris desnutridas con papá adepto al cristal, ingenieros en engorda para thanksgiving, buitres de corbata ofreciendo cinco ceros por tu patrimonio de toda la vida, jornaleros que retan a la muerte saliendo a la calle en tacones porque ya no aguantan fingir ser alguien que no son, gavilanes que creen que porque no estás casada has de estar necesitada, narcos que ofrecen dinero a cambio de que te cuelgues un radio a la cintura...

Amanda tiene dos carreras terminadas, y le faltó un año para terminar una tercera. Derecho y Administración pública son su fuerte. Tras trabajar quince años en el gobierno federal y parte de ellos para Santiago Creel cuando secretario de gobernación, decidió que ella prefería volver acá, donde pasó su infancia, y de donde ella y su mama se rehusan a irse, por más que sus familiares insistan. Quien la ve vendiendo caguamas cree que jamás ha salido de la cuadra. La realidad es que se topan con una mujer fuerte y que no necesita de nadie que venga a ofrecerle cosas materiales a cambio de abandonarse a sí misma y a su mamá. Las horas pasan como segundos, de repente ya es medianoche, y bajo el cielo más estrellado que he visto en meses, nos vamos cada quien a dormir.

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Día 2 – Amanda’s a Puerto Libertad (130 km)


No es novedad que las cosas en la Costa de Hermosillo están difíciles. Pero una cosa es leer un artículo, y otra es estar ahí y verlo y escucharlo de la propia gente que lo vive. Me despierto al escuchar que alguien da el buenos días desde afuera. La primer caguama vendida del día. Mi reloj dice que son las 7:30 am. Sobre el desayuno y sendas tazas de café, las muchachas me cuentan que ese morro tiene dos hijos y que antes estaba peor, que ahora quiere irse a un campo que está más retirado, para que la cerveza le quede más lejos. La tradición pueblerina de darle el buenos días/tardes a quien se atraviese, conocido o no, aquí significa que uno está interesado en la otra persona. Responderle el saludo a un extraño podría ser la excusa para la golpiza de la noche. Pensando en esta y muchas otras cosas más que me contaron, retomo mi camino. Tarde pero desayunado, cafeceado, informado, y con bolsitas de pasas y nueces, que tan buenas son pal que anda mucho.


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El camino transcurre en una monótona línea recta. Tomo un descanso en la Tienda del Desierto, que al parecer es la última hasta Puerto Libertad. Hace calor, y me empieza a acosar un viento de frente que viene de la costa, y que no me dejaría en paz por el resto del día.

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Hay poco donde esconderse del sol. La mayoría son arbustos pequeños hasta que encuentro un paloverde bajo el cual paso las horas más fuertes de calor, y donde alguien parece haber estado practicando puntería.

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Al llegar a Puerto Libertad acudo a la policía a preguntar por los Cimarrones. Sale un oficial al que le expreso mi duda, se distrae preguntándome de donde vengo y esas cosas, y luego se vuelve a meter sin decirme nada. Espero unos minutos, pero no vuelve a salir. No es la primera vez que me pasa algo así con policías, no sé si es coincidencia o algún comportamiento adquirido. Vuelvo al expendio de cerveza que pasé antes, ya que normalmente estos suelen ser centros de información en lugares pequeños como este. Platico con un ex militar, que me cuenta de sus andadas por los EEUU trabajando por aquí y por allá. Uno de los clientes del expendio me pregunta mi historia, y me ofrece un lugar en su casa. Sigo a Eduardo, mi nuevo anfitrión, hasta dentro de las instalaciones de la termoeléctrica de la CFE. Sabía de este lugar pero jamás pensé estar dentro de él. Al ser territorio de propiedad federal, está resguardado por la Marina armada y además seguridad privada. Quienes aquí trabajan viven en una colonia dentro del terreno de la termoeléctrica. Eduardo me platica un poco de sí y de cómo funciona el proceso de sacar energía eléctrica del agua de mar. Yo me atoro en la parte donde empieza a hablarme de vapor seco... Más tarde acudimos a un festejo con sus compañeros de trabajo. A uno de ellos le ha sido otorgada la base en la compañía y eso amerita una olla enorme que contiene una caguama entera. La tortuga, no la bebida. Mientras la degusto pienso en lo adecuado de que esté prohibida su captura, porque me parece que está buenísima. Ésta en particular, fue comprada a los seris, en la comunidad a unos 30 km de aquí (espero no estar metiendo a alguien en problemas con ésto...)

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Día 3 – Puerto Libertad a Puerto Lobos (65 km)


Salgo de Puerto Libertad tras un desayuno y conversación con Eduardo. A diferencia de los días anteriores, esta carretera tiene acotamiento, por lo cual puedo bajar mis defensas al volante. El desierto no se hace esperar.


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Siendo una distancia relativamente corta, me tomo todo el tiempo del mundo para jugar con la cámara.

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Tengo la carretera prácticamente para mí solo.

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Me detengo a comer a la sombra de un cerro cortado, con vista a la bajada que me espera.

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De Puerto Lobos me pasaron el nombre de unas personas, familiares de las personas con las que voy a llegar en Puerto Peñasco, que a su vez me los pasó una amiga, y es ahí donde planeo llegar a pedir un espacio para acampar. El lugar es chico, y todos conocen a quien yo busco. Pero al llegar a su casa me la encuentro vacía. Platico con su vecino de enseguida, quien me dice que salieron desde en la mañana. Recorro el pueblo para hacer tiempo. La mayor parte de las personas se dedican a la pesca, pero la jornada ha terminado, así que yo me entretengo comiendo nueces y viendo cómo sacan las lanchas del agua para estacionarlas. Hay un grupo de niños en bicicletas que le pusieron plásticos para que la llanta al rodar haga ruido como de motocicleta, y por un segundo considero hacer lo mismo con mi bici. Vuelvo a la casa, pero las personas no han regresado. El vecino, a quien llamaré Don Señor (nunca mencionó ni le pregunté su nombre) me ofrece su porche o el asiento trasero de su auto, que lleva meses sin moverse. Ante la posibilidad de evitarme tener que poner la casa de campaña, acepto el carro. El día se despide con un hipnotizante atardecer, mientras Don Señor me cuenta cosas de su vida. De cómo le gusta irse a caminar al monte, de que no le agrada que últimamente todo está cercado para evitar que la gente entre y vea lo que no debe ser visto, de cómo se topa con las lanchas que llevan costalitos misteriosos hacia Puerto Peñasco para después cruzar el desierto y después la frontera, de cómo lo amenazan con matarlo pero a él a su edad eso no le da miedo, de cómo no puede aceptar las nueces que le ofrezco porque ya no tiene dientes pero que hasta a eso uno se acostumbra...

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Día 4 – Puerto Lobos a Puerto Peñasco (160 km)

Al salir del carro que fue mi casa por una noche me espera un hombre. Es el tío Chon, a quien yo buscaba ayer. Le explico cómo es que vine a dar aquí, a su casa, e inmediatamente me invita a pasar. Mientras yo empaco bebemos café y me cuenta cosas del lugar. Él echa a andar una parrilla y arroja unos trozos de carne y tortillas sobre ellas, en medio una revuelta de nietos juguetones. Terminado el desayuno me despido del señor Chon, con el encargo de darles sus saludos a sus parientes en Peñasco. Media hora de terracería, y estoy de vuelta en la Carretera Costera.

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Me espera un camino muy largo si quiero llegar hoy. Es línea recta, vuelta a la izquierda, y recta de nuevo. El camino me aburre, y no encuentro algo que me distraiga de lo mucho que me falta, excepto jornaleros que saludan a la distancia. De toda la Carretera Costera, este tramo es en el que menos cosas interesantes encuentro para ver.

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Al llegar a la marca de los 75 km, como a eso de las 5 pm, me doy cuenta de algo que me hace reconsiderar mis planes: el acotamiento se termina repentinamente. La carretera se vuelve estrecha, y los vehículos apenas encuentran espacio para sí mismos. El sol pronto se meterá y decido intentar conseguir un raite. Tras una hora una troca se detiene, y nos lleva a mí y a mí bici hacia Peñasco, donde la Tía Luly espera al amigo de su sobrina (o algo así) que viene en su bici desde quién sabe dónde.

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Día 5 y 6 – Descanso en Puerto Peñasco

Mi nueva Tía tiene un imperio tortillero. Con varias locaciones en la ciudad, es la que abastece de tortillas de harina a cientos de hogares. Su esposo, el señor Enrique, hace lo propio pero con pescado. Comparto un par de días con sus hijas e hijo, y le doy una aseada a la bici, preparándome para los días que siguen a través del Gran Desierto de Altar.

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martes, 26 de enero de 2016

Viajar con tu bici en avión en México (Interjet)


Debido a la falta de información con la que me encontré cuando yo iba a hacer ésto, se me ocurrió explicar mi experiencia en éste post. Ojalá le sirva a alguien lo que me hubiera servido a mi.

Debía viajar en avión de la Cd. de México a Hermosillo con mi bicicleta, y la manera más sencilla que encontré fue con Interjet. De las aerolíneas disponibles en México, ésta es la que explícitamente menciona que, como parte de tu boleto, tienes derecho a transportar una bicicleta, sin cargo extra. Esto aplica  también para otro tipo de equipo deportivo, tal como tablas de snow, wind y surf, equipo de golf, de buceo, entre otros (la información la pueden encontrar dando click aquí). Las demás parecen cobrar extra, por exceso de dimensiones (no tengo detalles al respecto, no la encontré en sus sitios de internéts).

Así que con Interjet me fui. Y he aquí lo que pasó.

Requisitos

En el link proporcionado arriba, para las bicis se explica: "Sin motor. Desmontada en una llanta y todos los accesorios  posibles desmontados, incluyendo: pedales, manubrio girado, llantas parcialmente desinfladas, todo debe ser empacado." Aquí hay dos detalles:

1. Quitarle los pedales a una bici puede requerir una herramienta especial, si llevan mucho tiempo instalados o si están muy apretados. Yo intenté con una llave cresciente y no pude, tuve que ir a un taller donde tienen la herramienta para remover pedales, cosa que les tomó dos segundos. Entonces hay que prevenir ésto. O andarse con una herramienta que sirva para ello, o ir previamente a que se los quiten. Yo cargaba con un juego de llaves Allen, y con ellas pude girar el manubrio. Mis llantas tienen quick release, por lo cual se pueden quitar sin necesidad de herramienta, pero si las llantas de tu bici se montan con tornillos entonces también hay que tener eso en cuenta. También las desinflé pero no por completo, para que sirvieran como protección para el rin.

2. Mi bici tiene parrillas frontal y trasera y guardafangos. Lo cual implica que remover las llantas hace poca diferencia en el espacio que ocupa. Pero ésto no representó problema alguno a la hora de documentarla.

El proceso

El día anterior al vuelo cubrí las partes sensibles y orillas salientes con cartón, para reducir la posibilidad de daño. El desviador trasero lo desmonté, lo envolví con plástico de burbujas que tenía por ahí guardado y lo escondí entre los dropouts (recuerda que es el talón de Aquiles de tu bici).


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Así quedó desarmada y con las cubiertas de cartón. Los pedales vienen dentro de los cartones de la izquierda.

Al llegar al check in, me dijeron que debía envolverla en plástico con unas personas que se dedican precisamente a ésto, ahí mismo pero que no son parte de la compañía. Aquí hice un gasto: me costó $250 pesos. Pero al quedar todo envuelto como una sola pieza, me dio más tranquilidad de que algo no se fuera a perder o dañar. Éste gasto pudiera evitarse llegando ya con la bici dentro de una o varias bolsas de plástico. Así quedó:


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La bici y llantas envueltas en el plástico.

Durante todo el viaje y al llegar a casa moría de nervios, pensando que mi bici llegaría partida en dos o algo peor. Pero al sacarla de su empaque, encontré todo en orden y en buen estado, sin daños de ningún tipo.


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Fue un alivio encontrar todo tal y como lo vi la última vez. Aquí Dobby se asegura de que todo está bien y da su sello de aprobación.


En conclusión, hay que prevenir lo del desensamble de las partes requeridas por la aerolínea, y aunque los cartones no son requisito, sí recomiendo hacerlo. No sería lindo llegar a tu destino, querer montar tu bici y descubrir que el asiento está partido o los dientes de los platos doblados (los raspones en la foto anterior son previos a éste vuelo, consecuencias naturales del uso continuo).

Si alguien tiene información respecto a las demás aerolíneas que operan dentro de México, le sería bienvenida para hacerla llegar a la comunidad bicicletera del país.